Hasta hace poco nuestro mundo interior era aquel al que teníamos un acceso privilegiado, al que solo nosotros podíamos entrar. Era nuestra privacidad, nuestra intimidad. Si la ideología y la publicidad, comercial o política, querían influir tenían que hacerlo «desde fuera», buscando persuadirnos o manipularnos. Pero hoy este mundo interior ya tiene poco que ver con nuestra libertad, se ha convertido en un lineal de supermercado. Lo estamos vendiendo.

Las empresas y los políticos saben de nuestras preferencias y manías no por las estadísticas, sino porque ellos mismos las han fabricado e incrustado en nuestro sistema afectivo, en nuestra capacidad de desear. Cuando utilizamos internet de forma gratuita para leer los periódicos o comprar, nos piden nuestro consentimiento para que aceptemos que puedan personalizar contenido y publicidad, para que puedan proporcionar funcionalidades a las redes sociales o analizar nuestro tráfico. Es decir, con un clic conviertes tu mundo interior en un producto de mercado.

La conectividad de todos nuestros aparatos y actividades con las redes, la consiguiente producción masiva de datos y su integración y modulación en algoritmos son los encargados de piratear nuestro mundo interior. Primero recogen tu información, después la convierten en fobias o filias y te la envían de nuevo, insistentemente, hasta enmarcarlas en tu conciencia. En democracia, se ha convertido en un método infalible para decidir elecciones. De esta forma, como nos dice Sennett, lo gratuito conlleva siempre una forma de dominación. Ahora ya saben qué están haciendo cuando aceptan cookies o cuando hablan con Alexa.

*Catedrático de Ética