Exterminar, quitar del todo, que desaparezcan para siempre. Sin ellas la vida sería mucho más bonita. Y no voy a referirme a las trascendentales que todos sabemos: el hambre, las guerras, las enfermedades, la envidia, etc. Ojalá no existieran, pero desgraciadamente son innatas a la humanidad. Voy a comentar algunas mucho más sencillas, que nos fastidian en el día a día y que son factibles de suprimir.

Cada cual tendrá las suyas, pero yo de entrada, me cargaría: las cookies, las motos con escape libre de macarras y las toallitas con olor a colonia barata que algunos restaurantes te sacan para pringarte las manos. «Che, un poquito de agua con limón, por favor». Los que en el tren ocupan varios sitios y ponen los pies en los asientos. O los que hablan por el móvil a voz en grito. Los grupos hiperactivos de WhatsApp. La gente que huele mal; hay que ducharse diariamente. Los que mascan chicle con la boca abierta haciendo ruido. Los bloqueos del ordenador en medio de un trabajo importante y la debacle si se borra todo. Las colas. Las cacas en medio de la cera --y peor si las pisas--. La gente que habla demasiado y normalmente mal de los demás. Las tarjetas de crédito que se quedan sin fondos. Las moscas y mosquitos, los cortes de película que dicen «volvemos en 7 minutos», el mal aliento. Las conferencias u otros actos interminables y superaburridos, a los que tienes que asistir por obligación. Que cuelguen tus fotos sin permiso en una red social. Los que van a 20 por hora por la izquierda o los que se creen fitipaldis. Los groseros, zafios y guarros. Y las malas personas.

*Notario