Dado el grado de saturación catalanofílica y catalanofóbica, ¿cómo no vamos a acabar este periódico sin comentar algo sobre nuestros vecinos del norte, si no hay cena de amigos o reunión de compañeros que no hable sobre el tema?

El otro día me voy a que me pase revista mi médico de hernias y demás contracturas y, mientras estaba preparándome la receta, la enfermera que le asistía me espeta: «y ¿qué haremos con Cataluña?». Yo me quedé un poco perplejo porque el tema no tenía nada que ver con mi ciática (creo) y solo se me ocurrió contestarle que lo más seguro es que se quede dónde está y no se mueva ni un metro por más banderas que los unos y los otros pongan en sus balcones.

Para mí, llenar nuestros balcones de trapos de colores, me supone una satisfacción, es como si estuviéramos celebrando las fiestas del pueblo. Y eso siempre da cierta alegría.

A estas horas del artículo ya habrá un puñado de lectores que estarán indignados por que haya llamado «trapos» a las sagradas banderas que hemos besado, jurado, prometido o yo que sé cuántas cosas más.

Pues sí señor o señora indignada, son trapos más o menos grandes, llenos de colores, muy bonitos y acertados. Pero nada más. Lo que usted le ponga: cariño, odio, fidelidad o ganas de pegarle fuego, son en el fondo puras chorradas. Pero lo que está muy bien es adornar nuestras calles y balcones con todos estos colores me parece lo más acertado que se ha hecho en los últimos años. Y para más coña el jefe de los «mossus» se llama major Trapero.

*Abogado. Urbanista