Un tema que les aseguro que no veremos en estos días de diálogos y pactos --palabras que deberíamos entrecomillar-- es el de la proliferación de los cargos políticos. Recuerden que alguna vez hemos hablado de partidocracia, de la penetración de los partidos en todas las esferas de la vida social, desde los toros hasta la educación pasando por el poder judicial. Desde la transición hasta nuestros días, estos han ido extendiéndose y comiéndose a la sociedad civil que, incapaz de frenarlos, se ha retirado a la privacidad del sofá. Así nos va.

Ya sé que las cifras son incluso más sufridas que las palabras, más fáciles de manipular. Pero una razón de esta colonización política la encontramos en los cerca de 100.000 cargos políticos llamados, en un ataque de eufemismo, de “libre designación”. Tenemos toda una serie de asesores, personal de confianza, gerentes de empresas públicas, etc, que viven del dinero público.

Los partidos constituyen una auténtica fábrica de empleo, mejor dicho, son la empresa de contratación más importante. Sin embargo, estos trabajadores y directivos no han sido elegidos, ni pasan ningún proceso de selección o control, ni siquiera necesitan presentar un currículo. Solo responden con su lealtad ante quienes les han escogido.

El pobre diccionario ya no sabe qué decirnos. Mientras que define dedocracia como el nombramiento de una persona para ocupar un cargo realizado de forma arbitraria y con abuso de poder, ya no se atreve con la palabra meritocracia como forma de gobernar basada en el mérito. No hay forma de encontrarla.

Esta es una de las enfermedades más graves que sufre nuestra sociedad y también una de las razones básicas de la corrupción que soportamos. H