Una ética de la democracia se encarga de analizar las bases éticas de la confianza que nos merecen las instituciones democráticas. Estaremos de acuerdo en que esta confianza anda por los suelos, que ya no nos fiamos, incluso afirmamos que no nos representan. La desafección y la desmoralización definen el clima actual. Y no es para menos.

La democracia no funciona si no se cumplen las leyes, pero tampoco si no hay división de poderes, si el sistema judicial no es independiente del gobierno o ejecutivo y del Congreso o legislativo. Pues bien, esta semana el Gobierno central se ha dedicado a trasladar al Tribunal Constitucional la gravedad del asunto que estaban tratando, por si no se habían enterado. En los mismos días, el ministerio público, que se ocupa recordemos de defender al Estado frente a los intereses privados, también de la rapiña de los partidos políticos, pide no juzgar al partido en el Gobierno porque no sabemos cuál era la información que contenía sus ordenadores. Increíble, pero cierto. ¡Por eso los borraron!

Si a esta mezcolanza sumamos el control descarado de los medios de comunicación, la situación empeora. De seguir así no solo seremos los líderes europeos en desigualdad, también lo seremos en degeneración democrática. El daño a la credibilidad de nuestras instituciones no se va a recuperar fácilmente y el populismo se pega como una garrapata a esta desafección. Para muchos, sin trabajo ni expectativas, la democracia ha perdido su sentido, solo queda la corrupción. Todos sabemos el peligro derivado de esta falta de legitimidad.

*Catedrático de Ética