Nuestro compromiso con el medio ambiente y, por tanto, con las generaciones futuras, se ha incorporado ya a nuestro lenguaje cotidiano. Existe una clara conciencia ecológica, un consenso explícito acerca de la necesidad de un cambio en nuestra relación con la naturaleza. Somos conscientes de que actuamos de forma imbécil, mercantilizando todos los recursos naturales como si fueran perpetuos. Pero no pasamos a la acción, no actuamos en consecuencia. Resultado final: la explotación de los hombres puede resistir siglos, pero la naturaleza ya no aguanta. El desastre, el final de la tierra, se cuenta por años. Sabemos lo que está mal y seguimos haciéndolo.

En 1979 vio la luz el libro de H. Jonas El principio de responsabilidad, donde presentaba el respeto al medio ambiente como una obligación moral consistente en dejar el planeta igual o mejor que lo hemos encontrado. En forma de imperativo el principio nos dice: «Actúa de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica», o expresándolo de modo negativo: «No pongas en peligro la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra». Hoy, nuestra falta de respeto por nuestros hijos y nietos es bien patente, por más que cuatro aprovechados sigan negando el cambio climático.

Algo está fallando cuando somos conscientes de nuestra responsabilidad ecológica, pero se sigue apostando por un crecimiento económico basado en la explotación negligente de los recursos naturales. Los que producen tienen poder, pero los que consumimos también. Como siempre ocurre, solo reaccionaremos cuando sea demasiado tarde.

*Catedrático de Ética