Para entender los planes de este Gobierno, hay que esperar al menos tres o cuatro días después de cada propuesta. Y, a veces, ni así. Y no es porque sus iniciativas sean complejas, sino porque empiezan diciendo una cosa y se enmiendan a sí mismos en cuestión de minutos. Es verdad que su precariedad numérica en el Parlamento obliga a tener cintura, pero entonces sería interesante huir de las afirmaciones categóricas. Algunos ejemplos: desde que Sánchez llegó al poder, se han desdicho con la convocatoria de elecciones (que sí, que no, que caiga un chaparrón), la derogación de la reforma laboral, el impuesto a la banca, el impuesto al diésel (tres versiones en un día), la defensa en Bélgica del juez Llarena (del «ni de coña» pasamos a ver casi a Sánchez pidiendo una toga), la exhumación de Franco (primero sí, luego no estaba clara la viabilidad y luego, otra vez sí), los planes para el Valle de los Caídos, el sindicato de prostitutas...

Por cada minuto de gobierno, hay tres días de desgobierno. Esto, aun siendo tremendamente desconcertante porque empieza a ser imposible tomarse nada demasiado en serio, no tiene más consecuencia que la de necesitar cargamentos de Biodramina para poder llegar al final de cada viaje.

A veces, da la sensación de que este Ejecutivo es más duro con los que cumplen la ley que con los que no. Pirómanos no hacen falta más, pero tampoco políticos equidistantes, en el mejor de los casos, y sin políticas de Estado, en el peor.

*Periodista