Cualquier gobierno de una economía avanzada conoce, o debería, la importancia que supone la I+D+i para garantizar e incrementar la competitividad del tejido empresarial. Para impulsar este tipo de actividades los gobiernos deben, por un lado, invertir parte de sus presupuestos en incrementar el gasto público en I+D y establecer mecanismos para trasladar los resultados del gasto a la economía y a la sociedad; y, por otro, favorecer mediante políticas incentivadoras la inversión privada en I+D por parte de empresas e inversores.

Es en este último caso donde más esfuerzos son necesarios en España; primero porque estamos a la cola de Europa y segundo porque la transmisión de los resultados de dicha actividad investigadora se produce de manera automática al mercado a través de las empresas, que mejoran su competitividad, la del país y, a largo plazo, tiene un impacto positivo en la creación de empleo de calidad.

Por esta razón me resulta incongruente que el propio gobierno que incentiva este tipo de actividades, dificulte e incluso imposibilite dicho traslado a la sociedad mediante una serie de trabas burocráticas y administrativas que, en muchos casos, sólo enmascaran una falta de voluntad en tomar decisiones que modifiquen el status quo. Adoptar cambios puede suponer afrontar pequeños riesgos que, en ocasiones, nadie en la administración parece querer asumir. Existen numerosos casos de tecnologías disruptivas, homologadas por las certificadoras, que ofrecen una solución mucho más eficiente y eficaz para una necesidad social que la existente, y no pueden utilizarse debido a leyes de hace 30 años, que nadie parece dispuesto a modificar, que limitan la entrada de nuevas tecnologías. No me parece que estemos en disposición de desperdiciar ni un ápice de conocimiento aplicado. H