Algunas mujeres que llegamos a la maternidad con fuertes convicciones feministas no tardamos mucho en vernos inmersas en un mar de contradicciones. La constatación más dura, la primera de todas, fue la de descubrir que los papeles de madre y padre (cuando lo había) no eran intercambiables, al menos al principio. Insisto: al principio. No nos obligaba nadie a cuidar de nuestros bebés, era la biología la que imponía su orden, y este, en la especie humana, viene dado por un hecho innegable por ninguna ideología, por poderosa que sea: las criaturas humanas tienen el defecto de nacer a medio gestar y pasa un tiempo hasta que tienen la autonomía necesaria para desprenderse del cuerpo de la madre.

De repente pasa, lo ves, te das cuenta: la madre eres tú y no hay suplente que pueda acabar de nutrir a la criatura indefensa, de repente no puedes rehuir la tarea de alimentar, confortar, ser persona donde el bebé es, antes de descubrir que es alguien separado de ti. La reacción a este descubrimiento a veces es la de huir, escapar de este rol que sabes que va a repercutir en tu vida profesional, pero te quedas porque la madre eres tú y es tu cuerpo, son tus entrañas las que te lo piden.

Esta contradicción de los primeros tiempos de maternidad es a menudo aprovechada por fuerzas opuestas, por diferentes corrientes de pensamiento que no tienen ningún problema en decirles a las madres lo que tienen que hacer. Tienes que ir sorteando trampas: las tonterías de la maternidad mística, las exigencias del mundo profesional que no hace concesiones a la vida, la tendencia patriarcal a utilizar la maternidad para cortar las alas a las mujeres, el juicio de otras mujeres que no entienden que priorices la crianza aunque esta sea del todo temporal. H