Nací un 7 de marzo. Y como mi santo se celebra el día 19 puedo decir que marzo es mi mes. La vida, sin embargo, no parece que haga mucho caso del calendario, como si su vocación fuera pasando rápidamente las hojas.

Consulto la Enciclopedia y confieso que, de entrada, me quedo algo decepcionado. En el antiguo calendario romano, marzo era el primero de los meses del año. Enero y febrero no existían. Hasta que se vio que había que añadir dos meses nuevos para ajustar el año civil al llamado año trópico. Pero dejemos la cronología. El hecho es que aparecieron los dos meses intrusos, enero y febrero.

Con un gesto de desprecio para marzo se pusieron al frente del calendario. Que yo sepa, los dos intrusos no tenían ninguna identidad noble, mientras que mi marzo, en latín martius, era un homenaje al dios de la guerra. Es curioso de que en Roma hubiera un período del año dedicado a guerrear. Esto era la indicación de que la normalidad eran los tiempos de paz. ¡Si nos vieran ahora, aquellos romanos! ¿Pensarían, quizá, que nos hemos vuelto locos? Más aún, pensarían que somos unos salvajes incapaces de respetar un periodo de pacificación. Y que despreciamos, como una tropa de infieles, la doctrina tan señalada del calendario, que marca cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada cosa. ¿Es que ahora todos los años y todos los días -y las noches- son buenos para hacer la guerra?

Cuando yo era estudiante, el 7 de marzo era para mí un día afortunado, porque en la escuela se hacía fiesta. El motivo: los Escolapios celebraban Santo Tomás de Aquino, patrón de los estudiantes. Y si no me equivoco, también los estudiantes universitarios dejaban de ir a clase. H