Estamos rozando el comienzo de las fiestas grandes de la ciudad. Para la mayoría será motivo de alegría viva, para otros de reflexión gozosa. La fiesta puede ser cualquier cosa menos superficial. En ella se libera la fuerza vital, una energía desatada tras tiempo de preparación. Es, en principio, si se quiere, un caos, una transgresión que da paso a la calma, al restablecimiento del orden, y a la celebración en su más prístino sentido. Se rememoran, en nuestro caso, las raíces, la identidad, los valores, el recuerdo. Las cosas no son --diría un existencialista--, sino que acontecen; pero, hete aquí que las cosas acontecen para ser, para reafirmar aquello que ha sido. Celebrar fiestas es absolutamente humano. Es lo que algunos autores denominan un anthropinon, una acción exclusivamente humana. Uno de los motivos de la celebración festiva es que el hombre pretende huir de la repetición diaria de la cotidianidad, de lo mismo. El ser humano es un ser festejante. Vivir la vida es la cotidianidad, pero distanciarse de su vida es la fiesta, es constituirse en un ser excéntrico, fuera de lo normal. Esta es un complemento de aquella.

La fiesta no es un entretenimiento baladí; ella armoniza las antiguas formas de vida de la ética: la placentera, la práctica y la contemplativa. Hay diversión, hay espacio para el trabajo y para la contemplación religiosa y de la tradición.

*Profesor