Estos días asistimos a un nuevo dinamismo participativo en forma de manifestaciones y concentraciones, así como en la generación de opinión pública en redes y medios. Esta fuerza participativa hace renacer la esperanza en que nuestra democracia tiene salida, que no está acabada, que la gente va comprendiendo que solas no somos nada, menos aún solos. Los ciudadanos aprenden que las políticas públicas no solo son responsabilidad de los políticos, que juntos en las calles y en las asociaciones y movimientos sociales, son un poder. Aprenden que juntándose renuevan los lazos de solidaridad y empatía, que es gratificante.

Pero no se equivoquen, el gran éxito de la movilización de las mujeres y de los pensionistas y jubilados no está en el número de personas. Está claro que el número de participantes influye, pero su poder, su capacidad de cambio y transformación social, no está en la cantidad, sino en la calidad moral de sus reivindicaciones, en su legitimidad. No estamos hablando de reivindicar privilegios para algunos por su origen o lengua, por cambiar fronteras para sumar más beneficios económicos a costa de lo que sea. Hablamos de la injusticia que sufren las mujeres y del menosprecio que soportan los mayores.

La fuerza moral de este dinamismo democrático se mide por la demanda de unos derechos que a todos nos afectan, por su carácter inclusivo y por la ausencia de violencia en las manifestaciones. Nuestro Gobierno central y sus adláteres han hecho, una vez más, el ridículo más absoluto. Si creen que, con un lazo en la solapa o 0,37 céntimos de subida mensual van a responder ante esta presión, bien ignorantes son.

*Catedrático de Ética