No es la primera vez que me encuentro con algún ser que irradia malhumor. Podría contar experiencias vividas, incluso en personas públicas, en centros de atención al sufrido ciudadano. Todos tenemos historias que contar.

Uno puede tener un mal día, pero otros los tienen todos. Creo que no es lícito exponer nuestro malhumor a personas que nada tienen que ver con él. Y recuerdo aquello que decía Noel Clarasó, el humorista catalán: «No os fiéis de las personas que no ríen, porque no son serias». Pues, asentimos nosotros, la risa no impide la seriedad.

EL SER HUMANO, como decía Aristóteles, es, en definitiva, homo ridens, aquel que ríe; ningún animal ríe, ni siquiera la hiena (salvo la Vaca que ríe, la del popular quesito).

El malhumor me recuerda aquella comedia de Carlos Arniches, Don Quintín el amargao, el eterno enfadado. Una de las canciones del sainete decía así: «Si (Don Quintín) a un amigo del alma tiene el capricho/de obsequiarle con algo, / le compra un nicho». Mayor malhumor no cabe. Es ya todo un esperpento.

CRUZARSE con un malhumorado habitual es pensar en la existencia de una frustración, un hábito inconfesable, una situación de estrés, un provocativo pesimismo contagioso. En cambio, sonreír, reír es encontrar la alegría.

Hay un refrán irlandés, creo, que dice algo así como sonría, por favor, es más barato que la electricidad y da más luz. Cuesta poco, pero vale mucho, en definitiva.

*Profesor