Hace unos años, en el ático bar de un lujoso hotel de Bruselas, mi mujer y yo nos sentamos a escuchar a un maravilloso pianista que amenizaba las frías idas y venidas de los huéspedes.

Entre pieza y pieza, ante la pasividad e indiferencia de quienes por allí andaban, él respondía con cierto hastío. Bebía un poco de agua, se secaba las manos, hacía crujir sus nudillos y volvía a empezar. Y así habría continuado de no cruzarse nuestras miradas.

Entonces le sonreí, él me sonrió a mí también e inclinó levemente la cabeza. Supuse que nadie le había mirado a los ojos en meses.

Observó mis reacciones y las de María a las diferentes piezas que interpretaba y con la rapidez de quien conoce bien su trabajo se decantó por aquellos temas que sabía, o más bien imaginaba, que más podíamos disfrutar.

Una hora después, ante la magistral interpretación que llevó a cabo de Ballade pour Adeline, nos pusimos en pie y le aplaudimos.

Le aplaudimos a rabiar mientras docenas de ejecutivos y viajeros apuraban sus copas entre negocio y negocio o charlas triviales. El pianista cerró los ojos durante un instante. Un segundo de inmensa felicidad, supongo.

Después, este profesional se puso en pie, nos miró, sonrió con cierta tristeza y se puso la mano en el pecho mientras se inclinaba con cierta notoriedad.

Acto seguido se dirigió a una ventana de la estancia, descorrió las cortinas, la abrió y se tiró. H