El otro día contemplaba fotografías familiares con mi nieto Jorge y hubo una que me despertó una particular emoción: la de su hermana Adriana de tres años subida en el caballito de un carrusel. La simpatía del rostro y lo seductor de la feliz y alborozada sonrisa de la pequeña, me cautivó y lo referí de inmediato: «¡Qué preciosa está tu hermana subida en ese tiovivo!».

--«Abuelo —me replicó mi nieto— ¿por qué lo llamas tiovivo?, son los caballitos»?

--«De acuerdo, le respondí, pero tiene otros nombres, como los de carrusel o tiovivo».

PICADO en la indagadora curiosidad infantil de sus nueve años, quiso saber el por qué de ese nombre que yo le adjudicaba y se le antojaba extraño.

«Este tipo de atracciones ya existían hace 200 años —le dije—. Se cuenta que en Madrid había una que regentaba un popular y bondadoso feriante muy cariñoso con los niños, conocido por el «tío Esteban», de quien se dijo que, en 1934, había muerto a causa de una fuerte epidemia de cólera, noticia que causó gran consternación entre la grey infantil que le adoraba. Pero no fue así --continué yo, teatralizando la frase-- resultó que el buen hombre tuvo un largo desvanecimiento del que despertó, reviviendo. El tío Esteban estaba vivo, para alegría de sus convecinos, y de sus clientes y en particular de los más pequeños. Ya nadie le conoció desde aquel momento por su nombre, si no por el más insólito de «el tío vivo», que había resucitado, uniendo la fascinación de la vuelta del más allá a la del oropel de la fantasiosa atracción».

*Cronista oficial de Castellón