Una forma eficaz de mantener el carácter propio de un pueblo, su forma de ser y hacer, es convertirlo en un recurso o capacidad. Antes de que nos devore la globalización pensemos en los atributos que nos definen y sepamos utilizarlos para construir nuestra vida en común, incluida nuestra economía. No se trata de invertir en campañas de publicidad, sino de aprovechar aquello que nos identifica, que no es precisamente la corrupción, por más que insistan algunos.

Si decimos que la hospitalidad forma parte de nuestros genes estamos destacando un rasgo básico de nuestro carácter, de nuestra identidad. No es mera palabrería, tampoco un simple deseo, es una realidad producto de miles de años de convivencia, de historia compartida. Fenicios, romanos, árabes, etc., en todas estas culturas, asiento de lo que hoy somos, la hospitalidad ha sido un derecho sagrado, la base del comercio y del desarrollo de las ciudades.

Por eso damos la bienvenida a una concepción del turismo, nuestra primera industria, apoyada en esta hospitalidad, en el respeto, el cuidado y la tolerancia que derivan de este aprendizaje colectivo, ya incorporado a nuestro ADN. La hospitalidad es el mejor antídoto contra la vulnerabilidad que nos caracteriza como personas, más aún en tierras extrañas. De ahí su valor para el turismo.

Eso sí, siempre que nos acordemos de los que vienen de visita sin nada que aportar, buscando paz y seguridad, huyendo del hambre y de las guerras. Igual que nuestro pueblo ha hecho en múltiples ocasiones, igual que muchos de nuestros hijos tendrán que hacer. La hospitalidad, acoger a los extraños como si no lo fueran, es la base de todo derecho cosmopolita. H