Es cierto que de ilusión no se vive, pero también lo es el que no se puede vivir sin ilusión. Hoy, cuando menos, la ilusión entra en el corazón de los niños y de aquellos que añoramos la infancia como nuevos --o viejos-- Peter Pan en el país de Nunca Jamás. A veces nos preguntamos para qué hemos crecido, por qué no seguimos creyendo en los Reyes Magos.

En el Castellón de antaño y en los pueblos de su provincia los Magos eran más pobres, nosotros también, y bastaba un capacito de algarrobas y, a veces, una copita de anís para que los camellos pudieran comer y sus dueños descansar. Entonces, como ahora, eran portadores de ilusión en forma de juguetes. Pero, ¡qué juguetes! Un cuento bastaba para colmar el deseo de aquellos niños, algunos de los cuales, los más afortunados, podían contar con graciosas muñecas, cochecitos de latón o lápices de colores.

Hoy, la realidad es muy otra: sofisticados juguetes intentan complacer aquellos deseos para los que bastaba muy poca cosa. La felicidad, creo yo, no existe solo porque se la desee, sino que es preciso desearla para que exista. Y ese deseo es el que mantiene la ilusión.

Sin embargo, la otra realidad es patente y obvia. Miles de niños con la desilusión en sus rostros esperan hoy un regalo que tarda en llegar. Se conforman con vivir, con llegar a puerto y, tal vez, los más afortunados serían felices con un cuento o unos lápices de colores. H