Desconocer la propia historia nos condena a una ridícula infancia perpetua. La tesis es de Cicerón, la formuló para defender el valor social de la historia y, hace unos días, la recogió Mikel Lejarza, una de las personas que, en España, más saben de televisión. Lejarza ponía en evidencia la incapacidad y, sobre todo, la falta de ambición que ha tenido y que tiene el audiovisual español a la hora de abordar el pasado. Esta incapacidad de saber poner en imágenes la historia contrasta con lo que sucede a nuestro alrededor y en los países a los que deberíamos tomar como referencia. La larga lista de series y películas de temática histórica que las industrias audiovisuales de estos países han convertido en éxitos internacionales demuestra, además, hasta qué punto este puede ser un ejercicio rentable. Solo hay que tener presente, por ejemplo, la forma en que los americanos, con la conquista del Oeste, supieron sublimar una de las etapas más violentas y controvertidas de su pasado para transformarla en un género universal que, al tiempo que explica, les explica.

¿Por qué en España no se ha hecho nada similar? Tal vez la respuesta no haya que buscarla solo en la debilidad audiovisual, sino también en la propia historia. O en la manera en que nos la hemos explicado. Quizá es culpa de la escuela franquista o de la dificultad para aceptar la diversidad, pero el caso es que estamos acostumbrados a mirar de manera reduccionista y maniquea nuestro pasado. Demasiado vencedores y vencidos y demasiado buenos y malos. Valgan como ejemplo la visión que damos y nos hemos dado de la guerra civil o la frontera medieval entre cristianos y musulmanes, a los que todavía llamamos “la Reconquista”. H