Hace una semana el nieto de unos íntimos amigos míos a los que visité, estudiante de primer curso de bachillerato, estaba llevando a cabo un trabajo de Literatura sobre el capítulo de Don Quijote de la Mancha del caballo Clavileño el alígero y la dueña dolorida o condesa Trifaldi. Este, denominémosle apellido, llamó mucho la atención al jovencito que no entendía como se podían llevar tres faldas. Se lo expliqué de un modo muy sencillo tomando una servilleta de papel y haciéndole un agujero en el centro que ceñí al pico formado por los dedos unidos por sus yermas, de mi mano izquierda formando así una falda de cuatro picos, como sucede con las mesas camillas cuando se cubren por un mantel cuadrado. Esta falda picuda era, desde el medievo, la indumentaria habitual, casi a modo de sambenito, de las mujeres de vida alegre, (aunque esto último me guardé, muy mucho, de referírselo al adolescente).

Esta referencia de atavío, que Cervantes deja muy clara en su impar novela, para indicar el carácter del cortejo que se mofa del bueno de Don Alonso Quijano y de su escudero, se siguió manteniendo hasta que dos siglos después, el rey Carlos III ordenó en una pragmática, que los picos de las faldas de las meretrices debían de ser de color pardo y que solo ellas podían vestirlo para distinguirlas de las mujeres que no tenían ese oficio carnal. Precisamente de ahí viene la popular frase hecha, aún hoy muy utilizada, de «ir de picos pardos», esto es irse a la briba de «farra y alegría» como reza la letra del popular tango La última copa que inmortalizó Carlos Gardel.

*Cronista oficial de Castellón