Cuando el autor de estas líneas era niño, le engatusaban con una cuchufleta en la que le referían que el 30 de diciembre aparecía en la ciudad de Castellón, concretamente en la Puerta del Sol, “l’home dels nassos”, un personaje con tantas narices en la cara como días quedaban en el año. Uno, que en los años de la infancia era muy crédulo, soñaba con ver un adefesio inefable, hasta que le hacían caer en la cuenta de que en la fecha, tan solo quedaba un día para terminar el cómputo de los 365.

Eran tiempos de simpleza con una sociedad de marcada mentalidad rural, pero bastante más ecológica de la de nuestros días y que disfrutaba de alimentos mucho más sanos y elaborados con una artesanía de gran calidad, que, sin duda, hoy son motivo de añoranza.

Ello nos llevaría a reconsiderar la idea del progreso que ya planteó Rousseau, según la cual el hombre había alcanzado cotas de mayor avance, pero había perdido valores y formas de vida que eran irrecuperables. Y es que el progreso presenta el inconveniente de que no tiene vuelta atrás. Ya decía el gran biólogo norteamericano Edward O. Wilson que con el desarrollo tecnológico, el hombre se alejaba de los valores de la naturaleza. Por ejemplo, la comida se ha industrializado, es más higienizada, pero menos sabrosa y condimentada con productos mucho menos naturales. La añoranza de las longanizas de antaño (puro lomo) o de “les pilotes del Nadal a l’arròç caldós”, por no hacer larga la relación, hoy son quimeras como la de “l’home dels nassos”, que, por cierto, no era, ni mucho menos, exclusiva de estos lares. H