A mis nietos Adriana y Jorge, cuando vienen a Castellón y paseamos por la plaza Mayor, les encanta jugar en el laberinto ubicado en el embaldosado frente a la concatedral. No son los únicos. Este pavimento es una especie de «atracción» que llama mucho la atención de los pequeños y de los mayores, que les dejan correr siguiendo los meandros de sus líneas, sin que nadie caiga en la cuenta que ese laberinto es una copia exacta del que hay en el inicio de la nave central de la catedral de Chartres, que tuvo ocasión de pisar el autor de este comentario.

Los historiadores amigos de lo esotérico y críptico han ideado mil explicaciones a cual más insólita, (siempre con los herméticos templarios de por medio) sobre el propósito del serpenteante trazado en la catedral gala y de su expansión a otros territorios de la geografía europea. De hecho, sin ir más lejos, los hay semblantes en Leganés, Zaragoza, o Barcelona y sin salir del ámbito provincial en la Iglesuela o en Castellfort como me significó precisamente, en la plaza Mayor, el buen amigo y erudito antropólogo Àlvar Monferrer.

La idea del laberinto en cuanto a iconografía es el emblema de la divina inexcrutabilidad, por cuanto algunos humanistas lo comparan con un diagrama del movimiento de los astros. No olvidemos que en la más remota antigüedad eran celebrados los de Moeris (Egipto), Cnosos (Creta), Lemnos (Grecia) y Clusium (antigua Etruria). Pero en verdad el significado más aceptado es el de la búsqueda, el acceso iniciático. Muy sentencioso, pero creo que los niños, en su inocencia, lo interpretan mejor. H

*Cronista oficial de Castellón