Once millones de personas votaron a Marine Le Pen. ¿Les convierte eso en fervientes seguidores de la ultraderecha? ¿Hay de veras una población casi equivalente al área metropolitana de París xenófoba y excluyente? Resulta difícil creerlo. Si así fuera, la convivencia en una Francia con el 11% de población inmigrante sería imposible. Es evidente que el Frente Nacional ha captado una importante proporción de los votos del descontento, de los que se sienten abandonados, sin nadie que defienda sus derechos. Pero, en una Europa donde el relato del horror nazi y fascista aún tiene quien lo cuente en primera persona, muchos principios se han roto para que tantos hayan mirado al monstruo y, en vez de temblar, hayan buscado su cobijo.

Desde la tibieza insoportable de la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon, hasta el silencio escandaloso de la jerarquía católica, han contribuido a difuminar su estigmatización. Pero, hay más. Un magma de descrédito de la política cuya única intención es sobrepasar los diques de contención de la democracia. Por mucho que el mantra se repita, no es lo mismo la izquierda que la derecha. No todos los políticos son corruptos. Ni todos los partidos son organizaciones que buscan el poder a cualquier precio. Querer borrar cualquier rastro de honestidad en la política democrática es abrir la puerta a los totalitarismos. Donde habita el monstruo.

*Periodista