No sé si al lector de esta columna le han dicho alguna vez que es un vago. Si es así, le recomiendo, de entrada, que no haga mucho caso. La condición de vago es una de las más discutibles que puede haber. Demasiada gente confunde ser vago y hacer el vago. El vago esencial, por decirlo así, es un ejemplar humano poco frecuente.

El diccionario lo define como “alguien que se entrega a la pereza, que no quiere trabajar”. Creo que el lector y yo no hemos conocido muchos individuos, por no decir ninguno, que hayan decidido practicar la pasividad.

Otra cosa es lo que llamaríamos un ataque de pereza. Yo pienso que estos ataques, que no son mortales, se nos presentan de vez en cuando para ayudarnos a que no nos convirtamos en robots. La pereza es un pecado capital de los catalogados por el cristianismo.

Sospecho que la condena capital de la pereza fue un instrumento oportuno para conseguir, en tiempos antiguos, que una parte desvalida del pueblo trabajara en beneficio de los poderosos...

A veces alguien me ha dicho: “¡No paras de trabajar!” Pienso en la colección de libros y de artículos que he publicado y todavía publico. Pero no saben, claro, que a lo largo del día hago mis prácticas de ocio. No se trata de practicar ningún tipo de meditación. Sencillamente, me quedo embobado mirando una ventana, o las fotografías de Josep Pla o de Cela colgadas en la pared. O los geranios.

No sé si eso se puede decir holgazanear. Pero yo no tengo la sensación de abandonarme a nada. Más bien diría lo contrario. Es la sensación de recuperar los sentidos. Como quien paladea un poco de vino después de un tiempo de abstinencia. H