Que la historia es un proceso colectivo de aprendizaje lo muestra nuestro propio lenguaje cotidiano. La palabra miserable es un claro ejemplo. Etimológicamente deriva del latín miserabilis que significa desgraciado, infeliz, que puede causar compasión. Sin embargo, en la actualidad tiene también otro significado, íntimamente relacionado, como si el tiempo y la experiencia se encargaran de mostrar que dependemos unos de otros, que estamos recíprocamente ob-ligados.

Por una parte, miserable se refiere a toda persona que padece necesidad, estrechez o pobreza extrema, condición de quien es desdichado, es vulnerable o está desamparado. La fragilidad, injusticia o infortunio, conducen a esta situación. Por otra, también llamamos miserables a quienes causan o se aprovechan de tales condiciones, a aquellos que nos repugnan por ser despreciables, canallas y ruines. Víctor Hugo escribió una fantástica obra titulada Los miserables, donde narra el vínculo existente entre la libertad, la posibilidad de actuar bien o mal, y la justicia social, las condiciones materiales de vida, los recursos disponibles. Hemos tardado muy poco en olvidar que la libertad depende de un mínimo de igualdad que asegure una vida digna. Y aquí viene la contradicción. Hoy las clases humildes votan a quienes les van a quitar lo poco que tienen, cosa que solo se explica desde el desengaño o la manipulación. Que los políticos no lo hayan hecho bien, no significa que todos sean iguales. Retroceder en democracia es avanzar en la miseria. Todos sabemos qué nos espera si renunciamos a los derechos civiles, políticos y sociales ya alcanzados.

*Catedrático de Ética