Como actitud y como comportamiento el negacionismo es bien conocido. Consiste en negar la realidad para ocultar así una verdad molesta por incómoda o despreciable. Se consigue así tanto tranquilizar la conciencia como conservar y transmitir los prejuicios. Negar y mentir es más fácil que argumentar y convencer. Lo mismo da que hablemos de la negación de los campos de exterminio, del genocidio contra el pueblo palestino o de la violencia machista. En todos los casos se trata de dar la espalda a la realidad para justificar lo injustificable, para ocultar la infamia y mantener la sinrazón. Desde el 2003 hemos superado ya la cifra de mil mujeres muertas a manos de criminales que confundieron el afecto con la posesión, el cariño con la sumisión, el amor con la propiedad. Los dos últimos asesinatos en nuestras tierras. Por cierto, somos la segunda autonomía con más víctimas de violencia machista. En 2018 se registraron 4.800 casos. Algo hacemos muy mal si somos de los primeros en este infame ranquin de malos tratos, amenazas, palizas y todo tipo de violencia sobre las mujeres.

Estas cifras nos afectan, nos producen indignación, un asco moral ante la violación reiterada y continua de los derechos humanos más básicos. Pero también nos produce repulsión oír y ver a quienes lo niegan, a quienes reniegan de nuestras propias leyes que definen como violencia de género aquella que deriva de las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres. Esta violencia afecta a las mujeres y la cometen los hombres. La familia poco o nada tiene que ver. Negar esta realidad es, sencillamente, inmoral.

*Catedrático de Ética