Dada la proliferación de la corrupción y de las malas prácticas políticas, empresariales y, en general, de allá donde se reúnan más de dos personas, parecería que los españoles y, en especial los valencianos, tenemos una tendencia al egoísmo desmedido, una predisposición a quedarnos con lo que no es nuestro, un propensión a mentir y a engañar a los demás, un instinto especial para aprovecharnos de los más débiles, etc.

Pero esta percepción no es cierta. Menos mal que vienen las neurociencias en nuestro auxilio para desmentir tales afirmaciones, para tranquilizarnos y decirnos que no existe tal neurona especializada, que ni siquiera tenemos unos genes torcidos. Más bien parece que nacemos preparados también para la empatía y la solidaridad, que nuestro cerebro está amueblado para ayudarnos y cooperar. ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué no se desarrollan nuestros mejores instintos? La respuesta ya no la tiene la ciencia, la tiene la ética.

Una razón ya la saben: porque no se enseñan. Si nacemos con la capacidad de ser mejores, la función de la educación es desarrollar estas potencialidades, empoderar a las personas para conseguir una vida feliz y digna sin aprovecharse de los demás. Todo lo contrario que pretende la ley actual de educación, empeñada en la lucha competitiva desde la más tierna infancia.

Otra razón es igual de conocida: porque no se ejercen. Parece que no existan hoy espacios donde se pueda actuar de forma honesta y responsable. Parece que haya que actuar con total iniquidad para moverse en la economía o con total desvergüenza para hacerlo en la política. ¿Creen que hay que ser ruin para no ser tonto? H