El niño sin sitio no habla ni llora ni piensa. Tampoco mira ni acusa ni sueña. El niño sin sitio es invisible. Y no lo encontramos. Porque no le vemos. Porque no queremos verlo.

El niño sin lugar es un bebé de nueve meses. Llegó el miércoles a Lampedusa. Pero esa isla italiana solo es un borrón en un mapa, unas coordenadas, un relieve. No es un lugar para ella, ni un refugio, ni siquiera un abrigo. Nada que pueda darle calor. Porque su madre no superó la travesía. Y sus brazos eran su único hogar.

El niño sin espacio es uno y son miles. El 30% de los niños de España que vive en el umbral de la pobreza. De ellos, 800.000 tienen “privación material severa”. Tres palabras que ellos no acaban de entender. Pero sí saben que ya están hartos de comer macarrones sin carne, que en su casa hace frío y que la respuesta es siempre “ahora no podemos, cariño”.

El niño sin tiempo quizá tiene 40 años. O menos. O tal vez más. Él sigue sintiendo el dolor de su piel de niño. Sigue anclado a una humillación que entonces no entendía y que ahora entiende demasiado. Pero la justicia dice que su infancia ha prescrito. Que el delito que él no pudo asimilar durante décadas ya no cuenta. Y ahora sabe que el tiempo es cruel. Que a él le roba los días, mientras suma años al pederasta y le regala su salvación. Porque mientras el mundo mide sus fronteras, calcula distancias y cuenta horas, los niños sin sitio ni lugar ni tiempo solo suman carencias. Hijos furtivos de nuestra culpa. H