Estamos en un año de elecciones. Hemos comentado en muchas ocasiones la ingenuidad de quienes creen que los políticos, actuando a su aire, por no decir a su antojo, nos solucionarán nuestros problemas. Estuve debatiendo con unos amigos que no encontraban razones para ir a votar. No en mi nombre, me decían, no nos representan.

Mi primera argumentación fue de corte estratégico. Simplemente les recordé lo que hoy ya es oficial: quienes salen ganando de no ir a votar son las derechas, hoy la ultraderecha. Andalucía es un claro ejemplo con la triple alianza. Lean el pacto firmado anteayer: todo son generalidades, palabras vacías. La única concreción es que debemos apoyar la tauromaquia, la semana santa y la caza. Perdón, también se exige la libertad para elegir los centros educativos, no sea que los ricos se junten con los pobres o se hable de la violencia machista. Pena es lo que produce el documento.

Pero la razón más importante para elegir representantes no se refiere a las consecuencias de la abstención, sino a sus causas: la desafección y la desigualdad. No hay que identificar la democracia con un sistema representativo que hace aguas por todas partes. Ir a votar es el primer paso en una democracia que se precie, no el último. Si no damos este primer paso, dejamos la capacidad de cambiar las cosas en manos de minorías que, de forma disciplinada, votan por sus intereses. Pero si después de votar no hacemos nada, retrocedemos. La desigualdad y la falta de participación están estrechamente unidas. La libertad y la igualdad no se ganan solo con los votos.

*Catedrático de Ética