Nadie duda que el incremento de la desigualdad está íntimamente relacionado con el aumento del populismo autoritario. Cada vez más la gente cree en iluminados y visionarios, en alguien que venga, o vuelva, para salvarle de un régimen que, si bien le ha dado libertad, ahora se pregunta para qué la quiere, si no dispone de las condiciones para disfrutarla, para realizar la vida que considera digna.

Es la decepción la que se esconde detrás del voto populista. Esperábamos más de nuestros políticos, pero se han enredado en la corrupción y en la mediocridad. No todos son iguales, pero cada vez cuesta más diferenciarlos, cuesta más entender que la política es un servicio y no una profesión, menos aún un trampolín para sentarse en el sofá de algún consejo de administración o bufete de abogados. Mientras unos mueren esperando que les atiendan, otros se enriquecen privatizando la sanidad. Mientras algunos no pueden pagar la universidad, a otros les regalan el master. Pero el desengaño tiene un efecto devastador cuando se combina con la ingenuidad. Ante tanta inequidad, muchos ansían que venga el salvapatrias de turno, con sus genes, millones o medallas, para que nos solucione los problemas. Es entonces cuando perdemos la memoria, nos olvidamos de lo mal que estuvimos antes, de lo que nos pasó por confiar en líderes carismáticos. Nunca hemos estado mejor como sociedad que en este período democrático. Salir de esta situación solo es posible uniendo nuestros votos y nuestra responsabilidad. Es apuntalar la democracia lo que necesitamos, no derribarla.

*Catedrático de Ética