Acaba de celebrarse la reunión de alcaldes de distintas partes del mundo en Valencia en torno al llamado Pacto de Milán sobre la sensibilidad alimentaria, el hambre en el mundo, y las cifras que se barajan son terroríficas: más de 800 millones de pobres hambrientos tiene este nuestro mundo. Unos datos que impresionan y avergüenzan.

Mientras, la mirada del ser humano se dirige a otras cosas mucho menos importantes que dar de comer al hambriento cuando miles de niños y adultos mueren por no poder llevarse un pedazo de pan a la boca.

HOY VEO unas patéticas imágenes en las que una familia, madre e hija, «comen» hojas de nenúfares, único elemento con el que pueden engañar a un estómago en inanición. Luego les sobreviene la muerte simplemente por hambre.

Y, cada día, los basureros de nuestro entorno acogen comida sobrante, sucia y maloliente. Allí veo con frecuencia a otros seres humanos que no tienen la suerte de comer, un derecho tan elemental.

ALGUNOS de nuestros niños regañan a los padres por alimentarles con lo cotidiano, fresco y sano. «¿Qué hay para comer?» Estando yo en un poblado iberoamericano, con una familia pobre, llegó el niño, descalzo, y con los pies llenos de barro del camino. Venía de la escuela (¡un privilegio!) e hizo la siguiente pregunta a su madre: «Mamá, ¿hoy comemos?» No preguntó qué había para comer. Aquel día sí había comida. ¿Y mañana…? Derechos y deberes, ética y moral pura especulación.

*Profesor