El pasado 5 de enero hubo varias cabalgatas muy polémicas a lo largo y ancho de esta piel de toro nuestra. A lo largo y ancho de este proyecto de país llamado España, tan cainita, tan resentido y acomplejado consigo mismo.

Alcaldes de diverso pelaje y condición usaron a los Reyes Magos, usaron la ilusión de los más pequeños, para sacar a pasear sus anhelos más íntimos y oscuros.

Fantasías abyectas y onanistas de un global marxismo cultural que rayan la coprofagia. Muchos alcaldes no dudaron en emplear la más zafia de las estrategias para mostrar a la nación su animadversión hacia la inocencia y el candor de la infancia.

Su rechazo hacia todo aquello que no huela a progresía barata, de café, copa y puro de santoral anticapitalista.

Su desagrado hacia todo aquello que tanto ha hecho volar la imaginación de un pueblo, pero que tan demodé está hoy.

Porque la mejor forma de eliminar una tradición es ridiculizarla. Porque la mejor forma de destruir una ilusión es vulgarizarla. Convertirla en una caricatura de sí misma. En un delirio.

Afortunadamente, la ilusión de los más pequeños, poco o nada contaminada por esta extensa lista de agravios, finalmente, pudo con todo.

Se abrió paso en las trincheras de la vulgaridad y convirtió la noche de Reyes en lo que siempre ha sido. En lo que nunca debe dejar de ser. En su noche.