La democracia no tiene que ver con la sugestión sino con la convicción, con las razones para responder ante los ciudadanos de lo que se ha hecho o se quiere hacer. Pero no son las razones las que imperan en esta campaña. Nos hablan de sonrisas y corazones, de mejorías con fondos florales, gatos y música merengue. Pretenden manipular nuestras emociones, evadiendo así su responsabilidad. Estamos ante la mala política, aquella donde nadie concreta nada, ni dice nada con sentido, no sea que después deba rendir cuentas.

Lo último ha sido diferenciar entre los buenos y los malos. Se trata ahora de recurrir al discurso del miedo para influir en el grupo de edad que, según todas las encuestas, más participará el domingo. ¿Qué se pretende conseguir con este maniqueísmo infantiloide? Definirse a sí mismos como los buenos, tras la corrupción consentida y bien aprovechada, tras el retroceso de los derechos civiles y sociales, tras el abandono de los más vulnerables y dependientes, es una posición patética y arriesgada. Igual alguien pregunta quién ha vaciado la hucha de las pensiones y para pagar qué o a quién.

Mientras tanto, los que deberían dar miedo vienen preparados y se dirigen a los abuelitos y al voto familiar, apelan a la alegría y al amor, dejando vacío todo significado. Hoy socialdemócratas, ayer populistas, mañana lo que convenga. Así, entre unos y otros, solo consiguen desmoralizar más a los ciudadanos. Hemos tenido cuatro años para aprender bien quiénes son los malos, pero la próxima semana, cuando se requieran pactos para cambiar una situación injusta, mucho me temo que también sabremos quiénes son los mediocres. H