Me temo que demasiada gente vive por aproximación. Se les desacopla lo que tienen de lo que pueden, lo que quieren de lo que pueden querer. Y, sobre todo, no saben qué deben hacer para poder querer lo que quieren. A partir de ahí, la insatisfacción está servida. Seguramente por eso, ahora que todos tenemos tanto, la mayoría piensa que no tiene suficiente.

Los niños reciben regalos sin cesar. Reyes, el santo o el cumpleaños ya no se esperan con ansia. Los juguetes, sofisticadísimos, se acumulan en los estantes sin haber generado grandes ilusiones. Me refiero a nuestros niños, porque en el mundo hay millones de criaturas que aún sueñan con aquel modestísimo juguete concreto que nunca tendrán. O con cosas mucho menos lúdicas, porque su principal aspiración es no pasar ni frío ni hambre. Pero es en tales océanos de pobreza donde sobrenada la felicidad, basta con mirarles a los ojos.

Los occidentales somos ricos pobres. Ricos desacoplados que se sienten despojados de casi todo lo que desean, que es casi todo lo que no necesitan. No es un sentimiento imaginario. Es una sensación muy real, porque el contexto nos lleva a percibirla así. Nos angustia lo que nos inquieta no tener. Esa angustia carencial, justamente, es la estratagema de que se vale el sistema para tenernos en estado de permanente vigilia volitiva. Una perversidad.

La sacralización del crecimiento económico viene de ahí. Para continuar pudiendo querer lo mucho que no podemos tener debemos consumir insaciablemente, a fin de incrementar imparablemente una facturación que no lleva a ninguna parte. ¿Y si nos plantásemos? No sería fácil. Pero quizá sería lo único sensato. Hay quien ya trata de hacerlo. H