Vivir en libertad significa, entre otras cosas, respetar al prójimo, al vecino o, simplemente, al otro. La vivienda es inviolable, el descanso necesario y el respeto símbolo de convivencia. Pero, desgraciadamente, no se cumple todo este programa, que trasgrede aquella máxima kantiana: No hagas a los demás lo que no quisieras que hicieran contigo. O, como dice el cristianismo: Todas las cosas que quisierais que los hombres hicieran con vosotros, así también haced vosotros con ellos. Son reglas de oro de la condición humana. Por el contrario, demasiadas veces nos encontramos con un flagrante atropello a nuestros derechos.

En el ámbito cotidiano uno sufre si no esta conculcación de derechos sí, al menos, determinadas molestias en la convivencia. Todas las semanas tres o cuatro días los pasa uno como el Quijote, «las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio» por culpa no de los libros de caballería, sino de unos señores que cantan y gritan desaforadamente hasta casi las cuatro de la madrugada fuera del recinto que les aloja, en plena calle de la ciudad, tomada sin respeto. A veces, al grito silencioso de «¡agua va!», los ánimos de los alborotadores se encienden más, siendo el remedio peor que la enfermedad. Hace falta un Amadís de Gaula o un nuevo Alonso de Quijada para acallar a la multitud. Y es que respetar es un verbo de difícil conjugación.

*Profesor