No hay niños en los parques, ni en las plazas ni en las calles. No se sabe muy bien qué pasa, pero llega un día, a partir de cierta edad, en que los niños desaparecen. Desde que aún no andan, cuando ni siquiera pueden sostener la cabeza por sí mismos, los padres los llevamos al arenal y los colocamos en los columpios, ellos asustados al ver que sus pies cuelgan tan lejos del suelo, tiemblan y nosotros ponemos esa cara de entusiasmo hiperbólico, como si los estuviéramos mandando a la luna.

Durante los primeros años de crianza los parques sufren una saturación asfixiante, adultos y niños conviven en las reducidas zonas de juego de la ciudad. Qué aburrimiento, esa etapa, sobre todo para las madres. Fui haciendo estadísticas a simple vista todos esos años detrás de la barrera de seguridad y siempre éramos las mamis las que nos arrastrábamos durante las horas infinitas de la tarde.

Después, de repente, todo se acelera y ya no tenemos que correr para atrapar el cuerpo desgarbado de los bebés con ese equilibro tan precario con el que empiezan a pisar la vida. No, ahora se tiran en el sofá con el sonido estridente de las series de dibujos y si les sugerimos ir al parque, nos dicen que no. Que les da pereza, que hace calor y, sobre todo, que no hay niños. Y sí, de repente han desaparecido casi todos.

Durante el curso nadie sale a jugar, la agenda de ministros de los críos no lo permite. Los fines de semana hay que ir a comprar, hacer encargos que el horario laboral no permite, a lo mejor tienen partidos y tienen que pasar tiempo con los hermanos que ven cada 15 días. Y si no hacen nada de eso, no salen porque no hay niños.

*Escritora