Cuando en una de las calles céntricas de nuestra ciudad encuentro algún pobre siento pena y deseos de justicia y caridad. Si alguno o alguna se me acerca distingo las diferentes maneras de pedir: son recursos verbales, ensayados, carteles mal escritos, que, más que picaresca, denotan necesidad absoluta, salvo excepciones. Pero, eso sí, no siento aporofobia, ese «neologismo válido» que acuñó mi admirada filósofa Adela Cortina, esto es, hostilidad hacia las personas sin recursos, pobres, sin más. Ella misma lo dice: «lo que molesta de los inmigrantes es que sean pobres».

Las cifras sobre la aporofobia en nuestro país son bastante alarmantes: el 47% de las personas sin hogar ha sufrido un delito de odio por esta causa, según el Observatorio correspondiente. ¡Como si no tuvieran bastante con su dolorosa situación!

ES CIERTO que los correspondientes servicios sociales e instituciones y ONG como Caritas, Manos Unidas, Médicos sin Fronteras, Red Europea Contra la Pobreza (EAPN), Unicef, Ayuda en Acción, Cruz Roja, etc., ayudan de manera sustancial a la erradicación de la pobreza, pero sus esfuerzos resultan insuficientes.

Es cierto también que en nuestro país hay ahora menos pobres, pero los que quedan lo son más. Un 29% de la población está en riesgo de pobreza. Hay situaciones límite, pobreza severa con peligro de cronificación y otros males. Pero resulta moralmente inadmisible la presencia de la aporofobia en las personas que la practican.

*Profesor