La violencia es el uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponer algo. Y el único legitimado para usarla, con la finalidad de salvaguardar la sociedad democrática del bienestar, es el Estado. Debe ser objetiva e imparcial, y nunca tendenciosa, sectaria ni justificarse por motivos ideológicos. Sin embargo hay personas, partidos y movimientos que se arrogan la legitimidad para usarla en la consecución de sus fines. Y se dedican a acosar a los contrarios, a reventar conferencias, a asaltar capillas, a integrar piquetes no informativos sino violentos, a agredir a la policía, a destrozar mobiliario urbano y escaparates, a insultar y amenazar. Todo ello es inaceptable e injustificable.

Los políticos que se denominan a sí mismos progresistas, resulta que adoptan posturas reaccionarias, por no decir totalitarias, haciendo todas estas cosas. Las jalean e impulsan, les emociona ver a la gente que apalea a un guardia, reclaman la guillotina, se burlan de las víctimas del terrorismo o de los judíos, pretenden romper la cara a aquellos a los que llaman fachas, que son todos los que no piensan como ellos y aplicar la justicia proletaria.

¡Qué tufo tan rancio! Paradójicamente, no aceptan y protestan si les hacen a ellos lo mismo, olvidan que toda acción tiene su reacción y que pueden embaucar a la gente un tiempo, pero no siempre. Porque seremos crédulos pero no tontos. Y la política más retrógrada y peligrosa es la que separa en vez de unir, la que siembra el odio en lugar de hermandad. H