En los libros de historia, cuando se estudia la civilización romana se hace referencia a los años Antes de Cristo (AC) y después de Cristo (DC). Cuando dentro de unas décadas, en esos mismos libros, se analizará lo que pasa ahora en España seguro que el tiempo se dividirá en Antes del Coronavirus (ACV) y lo que vino después (DCV). La vida antes del covid-19 estaba llena de encuentros familiares, de quedadas con los amigos, de salidas para hacer deporte. Pero desde que el Gobierno decretara, hace hoy quince días, el aislamiento social ya nada es igual. Ni siquiera se le parece. Estamos confinados en casa, para bien y para mal. Condenados a entendernos las 24 horas del día con la pareja, con los niños, con los padres... Poca broma. O mucha, según se mire.

En casa de Jessica Van Kerckhoven Antón y de su marido, Roberto, la actividad sigue siendo frenética. Sus hijos Enzo, Daniella y Mateo son muy pequeños y, aunque Roberto va todos los días a trabajar, Jéssica se ha organizado bien para que a ninguno de sus tres pequeños le entren ganan de salir corriendo. «Cuando anunciaron lo del confinamiento pensé que lo iba a llevar peor, y no por tener a los niños en casa. Me asustaba cómo lo iban a encajar», describe esta joven de Nules que trabaja en la compañía Network Marketing y que estos días desempeña su labor desde casa.

Su rutina empieza con los desayunos, las fichas del colegio y alguna manualidad. «Algún día hemos hecho galletas y alguna coca para merendar. ¡A Daniella le encanta cocinar!». Y aunque todos echan de menos a los abuelos y está deseando abrazarlos, cada día se comunican por videollamada. «Cuando pase todo esto, estoy segura que muchas cosas cambiarán. Valoraremos más las cosas simples como poder salir a tomar un café o pasear por la plaza», asegura.

Marta Oyuela, de 41 años, vive en Vinaròs y comparte piso con su marido Batiste, su padre Miguel, su hijo Hugo y su perrito Chuly. «El único que continúa con su rutina habitual es mi marido, que trabaja en una industria química. En casa me centro en hacer actividades para que Hugo se lo pase lo mejor posible. Inventamos juegos, moldeamos plastilina...», explica Marta que asegura que el balcón del piso les está salvando. «Cuando hace bueno salimos y jugamos al aire libre. Hace pocos días hicimos pompas con jabón o nieve con la celulosa de un pañal. Tratamos de reinventarnos».

¡Benditas videollamadas!

Si hay algo que echa en falta Marta, más allá del poder salir a la calle, es abrazar a sus tíos, a sus sobrinos. «Mi familia es muy pequeña y les noto a faltar. Hacemos videollamadas para vernos y así nos vamos apañando», cuenta mientras describe que la parte positiva del confinamiento es que está sacando el lado más solidario de cada persona. «Esto está haciendo que la gente de Vinaròs se una más que nunca».

En el Castellón que se queda vacío, el confinamiento se vive de otra manera. Para algo la mayoría de los que siguen apostando por residir en el pueblo pasan el aislamiento en casas grandes, de varias alturas, con amplias cocheras y jardines en los que tomar el sol mientras se desayuna o hacer algo de ejercicio. Marc Muñoz y Noelia Aguilar tienen esa suerte. Esta pareja y sus dos hijos de 11 y 15 años viven en una vivienda unifamiliar en Sant Jordi y pese a que ya van por el décimo quinto día encerrados lo llevan bien. “Desayunamos juntos y luego los niños se ponen a hacer algo de deberes. Por la tarde hacemos deporte, jugamos a cartas. Tenemos la ventaja de tener un patio grande y salimos a jugar a fútbol y a que nos dé el aire”, describe Noelia.

Una vez a la semana cogen el coche y se desplazan a Vinaròs para hacer la compra, y a días alternos pasan por la panadería del pueblo a por el pan. “Mis padres viven justo al lado de nosotros, puerta con puerta, y les hacemos la compra para que no tengan que salir de casa”, añade Noelia que destaca que lo mejor de estos días es poder disfrutar a tiempo completo de su familia.

Ana Coll tiene 38 años y hace dos décadas le diagnosticaron esclerosis múltiple, una enfermedad neurodegenerativa que lesiona las células del sistema nervioso central. Sometida a un autotransplante de médula, Ana jamás se ha dado por vencida, y eso que los médicos le dieron tres o cuatro años de vida. “Yo no puedo estar quieta y ahora tampoco. No puedo salir a la calle a hacer deporte, pero lo hago en casa. Mi comedor es un gimnasio y entreno a diario. Mi preparador, Jorge Belmonte, me manda todas las noches los ejercicios que tengo que hacer al día siguiente”, explica esta benicarlanda, campeona de indoor triathlon y madre de dos niños. Positiva e inquieta, la suya es una historia de superación y asegura que cuando se acabe todo lo primero que hará será salir a correr a la calle. “Tengo unas ganas enormes”, sentencia.

En la Vall d’Uixó residen María José Montes, su marido Oswal y sus hijos Lucas, de ocho años, y Martín, de cuatro. El pequeño nació con Síndrome de Angelman, una enfermedad rara que en España afecta a unas 300 personas. «Nuestro día a día es tan frenético que el estar en casa no da cierta tranquilidad. Puede parecer una contradicción, pero así lo creo», describe María José, funcionaria de la Diputación.

Las terapias, online

Si el miedo de cualquier familia es que el virus entre en su casa, en el caso de María José este temor se multiplica. Durante su primer año de vida, Martín estuvo ingresado tres veces por neumonía y broquiolitis. «Mis hijos y yo no salimos para nada. Mi marido va a trabajar y cuando acaba hace la compra. Cuando llega se quita la ropa, se ducha... las precauciones que tomamos son máximas», explica María José. Y pese al encierro Martín no se pierde ni una terapia. «Las hacemos online y así continúa con sus sesiones de fisio, logopedia... que son vitales».

Noelia Blanco y Peter Sanz tienen claro que aunque se esté en casa durante el día el pijama está prohibido. «Peter teletrabaja por la mañana y yo lo hago por la tarde», describe Noelia, que es maestra en un colegio público de Castelló. Markel y Martina, sus hijos, hacen deberes, videollamadas con los amigos, juegan y aprovechan para tocar el piano o hacer deporte. Y algo que nunca se les olvida. A las ocho en punto, todos los días, los cuatro salen al balcón a aplaudir a los sanitarios.