Cae la noche y las aceras se acaban de vaciar hasta que casi no se ve a nadie. Pero no todas. En las grandes ciudades españolas hay ciertos callejones, parques y soportales donde miles de personas siguen durmiendo sin techo. Su confinamiento por el coronavirus está en unas calles a las que parecen anclados.

“Al final te acostumbras a esto, no es que te guste, pero te acostumbras”, explica David, de cuarenta y tantos, con dos hijos adolescentes que viven con sus abuelos. Mientras parece que algo se le ha metido en el ojo, recuerda que hace no tanto tuvo y gestionó con éxito dos restaurantes pero que, desde entonces, no sabe gestionar el alcohol. “No consigo dejarlo”, asume honesto y resignado. “Si pudiera creo que podría volver a trabajar en la hostelería porque puedo hacer de todo”, asegura.

Le mira con ternura Magdalena, su pareja, que es rumana y que empezó a aprender castellano viendo en su país telenovelas sudamericanas. “Marinela, Natalia…”, recuerda nostálgica. Ahora, devora libros. “Me he leído tres de Agatha Christie en tres días”, presume. “A la calle te trae la vida, las consecuencias de cosas que haces y engaños, que es lo que más duele”, explica

Un cuadro de 'La última cena'

Lo cuentan delante de su ‘casa’. Una tienda de campaña reforzada con retales y con un trozo de plástico como techo. Dentro, un colchón dudoso sobre un cartón que no se sabe si protege de la humedad o la retiene. Fuera hay un par de sillas frente a un pequeño mueble con algunos cacharros y preside el salón un cuadro de ‘La última Cena’.

Son dos de la veintena de 'sin techo' que viven en un escondido callejón, peatonal y sin salida, junto al Jardín Botánico de Valencia, a escasos cien metros de la Gran Vía. Tiene algo de patio interior con zonas comunes: un par de cuerdas para tender la ropa y una oxidada barbacoa en la que calientan una sopa que va rulando en vasos de plástico. Se intuye cierto orden pero ni agua ni ducha, sólo toallitas higiénicas. Para necesidades mayores, hay que ir al fondo a la izquierda y recoger los restos en bolsas de basura. Las de Magdalena son perfumadas, desvela.

“Nosotros procuramos mantener esto limpio. Barremos todas las mañanas y fregamos con lejía”, cuenta Javier, de edad e historia parecidas a las de David. “Trabajaba en la hostelería, tuve problemas de pareja y a partir de ahí no levanté cabeza. Tuve adicciones que ya he superado. Ahora estoy con un régimen de metadona pero quiero que me pongan una pauta descendente”, explica.

Albergues ‘sin’

Con la crisis del coronavirus, los ayuntamientos han multiplicado las plazas para personas sin hogar y aunque no hay para todos, la realidad es que hay muchos que no quieren ir a un albergue. Esa no es su solución. “A mí me lo propusieron pero coarta la movilidad. Me sé cuidar y estoy sano. En el último examen que me hicieron me dijeron que estaba como un piano”, apunta orgulloso.

Para David y Magdalena una de las razones son los horarios. “Trabajamos de aparcacoches y no podríamos salir y entrar”, se defienden. Juan va más allá. “No quiero estar atado a las normas que tienen”, explica. Dice que fue un empresario de la construcción que se arruinó con la crisis. “Lo perdí todo y ya no quise remontar. Llevo desde entonces en la puta calle”, resume. “Antes estábamos olvidados y ahora seguimos olvidados, los indigentes somos indigentes antes y después del coronavirus”, sentencia.

Juan, un pequeño empresario que lo perdió todo en la anterior crisis y sigue en la calle / MIGUEL LORENZO

Solo Félix lo dice abiertamente pero que no se pueda beber en esos centros frena a muchos. Él nació en Teruel hace 64 años y con seis viajó con su familia a Venezuela, donde vivió 40 más. De allí pasó a Estados Unidos. “Me pillaron dos veces bebido y conduciendo, tuve lío con lo agentes y me acabaron deportando. Como en mi pasaporte ponía que era español me mandaron aquí en el 2002 pero en los planes de mi vida nunca estuvo acabar en España”, explica aún extrañado.

“Ahora tenía una habitación pero con esto del coronavirus la dueña se acojonó de ver que entraba y salía todo el día y me puso en la calle”, señala mientras cena una cerveza. “No es que beba mucho, bebo porque me aburro no por alcoholismo. Bueno, me imagino que eso dicen todos”, reflexiona al oírse.

Parados y sin 'trabajo'

Por raro que suene, para ellos, todos parados, la crisis del coronavirus es, sobretodo, de trabajo. “No hay coches que aparcar”, dice Magdalena. “Ni chatarra que recoger”, apunta Javier. A cambio, tampoco la Policía les incomoda. “Se están comportando, si han venido algún día, han entrado, han mirado y se han ido”, relata. El ambiente es tranquilo. "Entre las ocho y las nueve ya estamos todos dormidos", afirma con cara de bueno. "Esto es como una familia", explica Richard, que ha vuelto al 'hogar' tras dos años entre Perpiñán, Figueras y Barcelona.

Richard se pone un poco de la sopa 'comunitaria' de este particular barrio de Valencia / MIGUEL LORENZO

De todos, Javier es el único que lleva una mascarilla y la lleva al cuello. De guantes, ni hablamos. “Aquí no ha habido ni un catarro. Por la vida que llevamos yo creo que tenemos otras defensas. Estamos curtidos y eso el que vive entre algodones no lo tiene”, afirma. Esa extraña idea de inmunidad está extendida en el vecindario y el polaco Miroslav se desmarca con un consejo para los que tienen casa. “Que abran las ventanas, hay que ventilar, si no los virus se acumulan dentro”, advierte. Aquí, cuentan, hizo más daño la tormenta 'Gloria' que el coronavirus.

"Más cerca de vivir en la calle que de tener un yate"

“La mayoría de la gente está más cerca de estar en la calle que de tener un yate y no lo sabe”. Lo dice Jaime, que explica que se lo oyó a alguien y que teme que esta nueva crisis vuelva a dejar sin techo a muchos que ahora mismo ni se lo imaginan. “Va a ser brutal, la brecha entre ricos y pobres se va a agrandar aún más”, augura.

Sabe de lo que habla porque cada noche mete en la furgoneta algunos preciados sacos de dormir y decenas de bolsas de comida y sale a repartirlas. La mayoría llevan bocadillos de jamón y queso y todas una fruta, un zumo, una botella de agua y un bollo. La única pregunta que hace antes de entregarla es si comen cerdo, por dar una con hamburguesa de pollo.

Otros tres miembros de la asociación Amigos de la Calle estarán haciendo lo mismo que él en otras partes de Valencia. Otros voluntarios habrán hecho los bocadillos. Sus propias aportaciones y la ayuda de algunas empresas sufragan estas esperadas cenas.

Nacieron con la ya penúltima crisis. “Todo cambió en 2007, yo creo que en toda Europa. Si preguntas mucha gente lleva 12 o 13 años en la calle y hay muchos perfiles cuando antes eran situaciones muy particulares”, desgrana. En este tiempo también han ayudado a algunas personas a salir de esta vida. “Pero es complicado y luego hace falta mucho seguimiento”, apunta.

Hay quienes reciben la bolsa avergonzados; otros, con indiferencia, y mucho, agradecidos. “Lo importante no es lo que va dentro, sino el gesto de cada noche acordarse de nosotros y venir”, explica Magdalena.