Uno de los comentarios más extendidos en estos días de confinamiento por la crisis del coronavirus, sobre todo al principio, aspira a remarcar lo inaudito de esta experiencia, trasladándonos a la lejana Navidad: Si me dicen en Nochevieja lo que nos deparaba este 2020, no me lo habría creído. La fórmula es igualmente válida para relatar el tiempo trascurrido desde que el Gobierno decretara el estado de alarma, hace dos meses.

Cuesta explicarle al nosotros de entonces lo que el nosotros de hoy conoce a partir de lo vivido. Entre otros motivos, porque la experiencia ha sido tan brutal, por momentos traumática, que nos ha cambiado para siempre y nos ha conducido a un mundo que dista mucho del que conocíamos antes de la pandemia.

Conviviendo con la muerte

El coronavirus nos ha obligado a permanecer encerrados en casa, día tras día, semana tras semana, sin fecha de salida a la vista, con lo que esa incertidumbre implica en términos psicológicos; ha incorporado a nuestras vidas rutinas higiénicas que desconocíamos, como andar pegados a una mascarilla siempre que salgamos al exterior y lavarnos las manos continuamente; nos ha convertido en expertos en nomenclatura médica y en plataformas de videollamada; y nos ha habituado a convivir con la muerte rondándonos como nunca antes lo hizo. También ha hecho aflorar lo mejor y lo peor de la condición humana, que es lo que suelen sacar a la luz las situaciones extremas.

El recuerdo de estas ocho semanas y media evoca sensaciones de túnel, con una punta en aquel remoto 14 de marzo y la otra aún por descubrir. En ese recorrido, el peor de los escenarios imaginados -que el sistema sanitario se viera desbordado por la avalancha de contagios- llegó a vislumbrarse en el pico de la famosa curva, cuando los enfermos se acumulaban en los pasillos de los centros de salud y hubo que montar varios hospitales de campaña a la carrera, como los de IFEMA en Madrid y la Fira en Barcelona, y amontonar los cadáveres en morgues improvisadas, como la del Palacio de Hielo de Madrid o el párking del tanatorio de Collserola.

A lo largo de estas semanas, la temperatura anímica de cada jornada la ha ido marcando la cifra de muertos diarios. Al inicio de esta película de terror, cuando la cuarentena generaba más chistes que mensajes de alarma en las redes, en España se producía una decena de fallecimientos diarios por covid-19. Una semana más tarde, el 22 de marzo, el número ascendía a 350. El máximo se alcanzaba el 1 de abril: ese día llegaron a morir 929 personas en 24 horas. El virus se ha cebado de forma especial con las residencias de mayores: el 70% de los 27.320 fallecidos contados hasta este jueves residía en un geriátrico.

Gran Depresión

Desde el minuto uno, la emergencia sanitaria ha tenido un inmediato reflejo en la esfera económica en todo el mundo, con cifras que recuerdan a la Gran Depresión de 1929. En España, el parón del sistema productivo, que en las dos primeras semanas de abril fue absoluto, ha destruido un millón de empleos, ha mandado al erte a 3,4 millones de trabajadores y se estima que causará una caída del 15% del PIB anual.

Probablemente, al nosotros del 14 de marzo le habría impactado conocer estos datos de muerte, enfermedad y destrucción, casi tanto como ver las imágenes de las principales ciudades del mundo sin un alma en sus calles o tomadas por animales silvestres que se han atrevido a hacer suyo el espacio urbano libre de humanos y contaminación.

También nos sorprenderíamos al descubrir la disciplina con que los españoles hemos cumplido las normas del confinamiento las firmas de telefonía confirman que somos los que menos nos hemos movido de casa- y la voluntad con que cada tarde a las 8 hemos salido al balcón a aplaudir al personal sanitario y cruzar una mirada con el vecino para suspirar y decirle: "Ánimo, aquí seguimos!".

Gestos solidarios

Entre tanta noticia desalentadora, la pandemia también ha dado lugar a un sinfín de gestos y proyectos solidarios, el capítulo alegre de este cueno triste: unos, para fabricar respiradores y mascarillas cuando el material de protección sanitaria escaseaba; otros, para llevar comida a los bancos de alimentos, cada vez más demandados.

Lo que el virus no ha logrado cambiar es el habitual tono crispado de la política española. Tras unos primeros días de conmoción, los fallos de previsión y comunicación del Gobierno han sido aprovechados por la oposición para obtener réditos políticos en los momentos de mayor contundencia de la pandemia. Escuchar estos días los discursos del Congreso o asomarse a las redes sociales aportaba la misma experiencia desasosegante de siempre.

Hay una cuarentena anterior al 29 de abril y otra distinta después de que Pedro Sánchez anunciara las fases de desescalada de este mal sueño. La población sigue encerrada, teletrabajando los que pueden y en el paro los que no, pero los permisos para salir a la calle por horarios y la actividad que se va retomando en las provincias que disfrutan de la fase 1 permiten vislumbrar un punto de luz al final del túnel. Lo que hay al fondo -ya han avisado- no es lo de antes, sino la nueva normalidad, otro concepto que al nosotros del 14 de marzo tampoco le habría entrado en la cabeza. Por lo pronto, hoy ya no podríamos abrazarle.