Es posiblemente una de las vivencias más crueles para los que habitan en este valle de lágrimas. La imposibilidad de despedirse de sus allegados fallecidos a causa del coronavirus (o de cualquier otra patología), en esta pandemia que inunda los atardeceres de color gris metálico en la provincia de Castellón. La agresividad y letalidad que está demostrando este contagio ha llevado a las autoridades sanitarias a tomar la decisión de aislar los cadáveres e impedir los tradicionales velatorios y limitar solo a tres familiares para el momento de dar sepultura.

Esta decisión, impecable desde el punto de vista epidemiológico, está aportando, sin embargo, una gran carga de dolor añadido en las personas afectadas. El fallecimiento inesperado de alguien cercano ya supone de por sí un shock emocional. Si a ello se suma la impotencia de no poder despedirle, provoca en cualquier estado de ánimo tristeza, frustración, rabia, sensación de vivir una injusticia y ansiedad. De la cama de un hospital a un crematorio sin ver para nada al familiar muerto.

Es la soledad escrita en un coche fúnebre que lleva un ataúd de caoba. No hay nada más. No hay nadie más. «Para las familias es muy duro. Al fin y al cabo, nosotros hacemos nuestro trabajo, pero los familiares del finado, amargamente, se dan cuenta de que ya no podrán verlo», explica Antonio Porcar, de Funeraria Magdalena, quien sí reconoce, no obstante, «la tristeza del momento, cuando el coche fúnebre entra en el cementerio, solo con tres familiares y un sacerdote que reza un responso», manifiesta.

Nueva realidad

«Es que, además, están prohibidos hasta los velatorios en el tanatorio», concreta el representante de la Magdalena. «Si en un tanatorio se mitiga la tristeza y la soledad, con las normas escritas del estado de alarma no hay consuelo ni reconfortamiento espiritual», asegura Porcar, siendo consciente del daño que supone para los allegados del difunto estas drásticas medidas sobre los sepelios. «Nosotros, además, vamos totalmente equipados, con la mascarilla y los monos de protección adecuados», detalla Porcar. Mismas palabras, mismas descripciones, mismos sentimientos por parte de Gustavo Casino, de Nuevo Tanatario. Considera que, «sí ya de por sí un entierro siempre es triste, un sepelio de estas características agudiza el dolor de la familia», pero se ponen «en el lugar de los allegados para compensar este mal trago», indica Casino.

Rosa María Nise, gerente de Ildum, afirma que las familias de los finados «llevan muy mal no poder despedirse de sus seres queridos, no lo entienden». «Nosotros, dese la funeraria, hacemos un esfuerzo doble estando muy cerca de los parientes del difunto», indica. Y si soledad y desamparo muestran los operarios funerarios, más fuerte es el sentimiento de impotencia e injusticia, «ante los designios de Dios», de un sacerdote, en el ámbito de la Iglesia católica. Unos curas que tienen que hacerse los fuertes en momentos de máxima crueldad.

«Es muy duro»

El testimonio de Joaquín Muñoz, párroco de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de Castelló, no deja lugar a las dudas. «Rezar un responso ante cinco personas, dos operarios de la funeraria y tres familiares es muy duro, muy duro», manifiesta Muñoz a este periódico con rictus de pesadumbre. Además, porque «no te da tiempo ni para prepararte unas oraciones». «Cuando te llaman tienes que ir al cementerio ya», relata con pena el vicario de Nuestra Señora del Carmen.

Tal vez como metáfora de que la soledad está en nosotros mismos y estamos construyendo un mundo de soledades. H