La fatalidad se repite como en un tiovivo diabólico. España, abril del 2020: médicos y enfermeras luchan en primera línea con mandiles de charcutero, viseras para cortar el césped y bolsas de basura sujetas a las pantorrillas con cinta americana. ¿Faltan respiradores? El ingenio los sustituye por máscaras de buceo. Unión Soviética, abril de 1986: los bomberos de Chernóbil acuden a sofocar el incendio en mangas de camisa, sin los preceptivos trajes de lona. Más de tres décadas después, como si la chapuza tendiera a perpetuarse, otros héroes se enfrentan a otro enemigo invisible (ahora el virus, antes la radiactividad), pero con una diferencia notabilísima: los reclutas soviéticos no tenían ni idea de a qué se enfrentaban; nuestro personal sanitario, sí.

Cuando estalló el cuarto reactor de la central nuclear, la URSS mandó en los meses subsiguientes a unos 800.000 soldados de reemplazo y 'liquidadores' a limpiar el lugar de la catástrofe. Tenían que sacar a paladas la tierra y los escombros contaminados -yodo, plutonio, cesio, estroncio y otros espantos radiactivos- y construir encima un sarcófago de hormigón, tareas para las que iban muy mal pertrechados, con mascarillas quirúrgicas de tela. Solo había caretas para los militares, máscaras antigás de la segunda guerra mundial, y unos chubasqueros hasta los tobillos, como de ir a buscar caracoles en un día de lluvia.ç

Hay fotos de aquel despropósito. Tuve, además, el extraño privilegio de conocer a algún 'likvidator' años después de la tragedia, como Kolia Bondarenko, enfermo de leucemia a consecuencia de la radiación. Parecía que en el fondo de su retina aún resplandecieran las llamas pavorosas del incendio, cuando dijo: «En un régimen totalitario no quedaba otra que acatar órdenes». Tenía entonces 37 años y ya no conservaba un solo diente. Carne de cañón.

El peso de los muertos

Pasan los años arrastrando el peso de los muertos. Los familiares de los fallecidos por coronavirus no pueden despedir a sus difuntos dignamente por temor a que se expanda la epidemia, algo parecido a lo sucedido con las primeras víctimas del accidente atómico. Liudmila Ignatienko, esposa de un bombero irradiado, insistía en visitarlo en el hospital a pesar de las advertencias: «¿Cómo se te ocurre? ¡Si esto no es un hombre, es un reactor nuclear!». El Estado soviético confiscó su cadáver contaminado y lo enterró en Moscú, metido en un ataúd de zinc. Lo cuenta Svetlana Alexiévich en ese ensayo ya imprescindible como es 'Voces de Chernóbil', en el que se inspiraron los guionistas de la exitosa serie de HBO.

Pasan los años arrastrando cadenas de vergüenza. Con los mayores de 80 años se limita ahora el «esfuerzo terapéutico», mientras que en Ucrania, en Bielorrusia, muchos ancianos, que habían sido trasladados a las capitales en penosas condiciones, prefirieron regresar a sus aldeas en la zona muerta a seguir cultivando patatas en la tierra radiactiva, como habían hecho sus antepasados por los siglos de los siglos.

Frente a la central de Chernóbil se yergue una estatua de Prometeo y, mira por dónde, tras el experimento para aumentar la productividad, los dioses se enojaron porque el hombre hubiera osado robarles el fuego. En cambio, los animales, en su silenciosa sabiduría, intuyeron enseguida qué sucedía tras el estallido del reactor. De repente, las abejas dejaron de volar. Las vacas reculaban en los estanques, recelosas de beber agua envenenada. Y las lombrices se enterraron muy hondo en la tierra, hasta un metro de profundidad. Qué especie tan arrogante somos.