Ha querido el calendario que un final de agosto y un final de vacaciones cayeran en lunes, lo cual hizo aconsejable para las autoridades de Madrid prever una hora punta problemática, incluso infernal, de aglomeraciones. Y no la hubo, pero casi.

La Consejería de Transportes de la Comunidad de Madrid ha registrado un 8% más de viajeros este lunes que el anterior. El regreso de los madrileños a sus labores será paulatino, pues no es hasta este martes que comienza septiembre, y hasta el día 4 que empiezan a abrir los colegios, pero ya al amanecer de esta jornada de lunes inició la Villa el aumento de hasta un 30 por ciento de los autobuses en circulación. Progresivo en cualquier caso, pues la ciudad se despereza aún de su primer agosto de pandemia, y siguen viéndose avenidas estivalmente vacías y bocas de entrada a la ciudad nutridas, pero aún sin atascos.

También han crecido los trenes de cercanías en los andenes de Atocha. A la hora punta, de cortas orugas veraniegas de no más de cuatro vagones se han metamorfoseado en largas lombrices de hasta diez. Llegan trenes rojos y blancos compuestos, con los morros pegados entre sí, llevando dentro a personas sentadas en solitario en grupos de cuatro sillas vacías. "Por eso no ve usted a la gente tan pegada en el interior -explicaba un vigilante de seguridad privada de los que Renfe ha desplegado por la estación-. Como son más grandes, hay más espacio". De momento se subsana así uno de los errorres de principante que en la primavera cometió el transporte público de la ciudad.

"Todos los trenes del Metro iban con entre un 40 y un 50% menos de la capacidad que tenemos autorizada por la autoridad sanitaria", ha dicho Ángel Garrido, consejero de transportes y -en otra era del PP- expresidente regional. "Vamos a ver más personas en nuetro sistema de transporte, pero eso no es sinónimo de inseguridad. Los datos de posibilidad de rebrote en el transporte público son bajísimos en los estudios internacionales, están en todo por debajo del 1%".

Que corra el aire

También hay más sitio en los andenes, pero solo cuando se puede. A las ocho menos cinco, el pasillo central entre vías, en el momento de esperar, a la izquierda, el tren que viene de Guadalajara y, a la derecha, el que va para Villalba, el público se amontonaba sin otro parapeto que sus mascarillas. En Madrid, la distancia solo cuando se puede.

Los vigilantes han procurado que corriera el aire entre los viajeros, pero ha sido difícil conseguirlo cuando se cruzaban trabajadores del este y del oeste de Madrid casi rozándose. Ahora bien, no se han visto aún en Atocha las escandalosas muchedumbres de mayo pasado, que dieron la vuelta a todas las televisiones. Por unos segundos se producían concentraciones inquietantes, pero se disolvían enseguida por los pasillos de la estación.

"Si los trenes vienen llenos es un problema, pero es más problema si un tren se retrasa", explicaba el vigilante. Si no se cumple la hora, el andén se atraganta. Pero este lunes los horarios se han observado razonablemente bien.

Equilibristas

Tratando de guardar la distancia y de no tocar más de lo necesario, los viajeros han inaugurado un nuevo equilibrismo, y se les ve bajar de los convoyes sin agarrarse a ninguna de las barras de seguridad. Igualmente en las escaleras mecánicas, en las que apenas nadie toca los pasamanos. Sin embargo, ahí ha desaparecido la distancia que cuidadosamente se trataba de guardar en el tren. Se puede afirmar que en Madrid no rige la norma de los cuatro escalones de separación. No puede regir, porque el reloj no sabe de virus y la gente se aprieta.

El equilibrismo de la nueva normalidad es más trabajoso en los autobuses, donde el viajero sigue necesitando de las barras de metal para mantener la verticalidad, aunque ahora ya sean menos las manos que las agarran, y más los codos y los lomos que las buscan.

El rito maquinal del chupito se va implantando en las marquesinas. Llega un bus, para, abre sus puertas, desciende la gente y una porción del pasaje, al bajar, se para un segundo para aplicarse en las manos un chupito de hidrogel antes de seguir su camino por las aceras.

En la mañana de este lunes final de agosto contrastaban las precauciones del público mayor de 40 con el relax con que los veinteañeros se sientan en los bancos de espera sin guardar ni 50 centímetros de distancia. Con mascarilla, pero tan juntos como siempre.

Cardúmenes

En el Metro de Madrid, nudo de Sol, un operario limpiaba por quinta vez los torniquetes de acceso. La empresa ha aumentado un 14 por ciento la frecuencia de paso de sus trenes, y él ha notado algo más de afluencia de personas que, con la misma efervescencia que en los recintos de Renfe, se concentran y se disuelven con rapidez.

"Le damos con esto continuamente", explica el limpiador sacando lustre al acero mate y las pantallas de la máquina. "Esto" es una bayeta empapada en una solución desinfectante cuyo nombre no recuerda. Un compañero suyo que trae suministros por el hall de la estación resuelve el enigma: en su mano lleva una garrafa de Clorosan.

Al poco hace aparición por el pasillo, entre jóvenes trabajadores urbanos, una jubilada castiza, tapada con mascarilla y pantalla protectora, que las lleva como si fueran su atavío de toda la vida. "Hay más afluencia, desde luego", aseveraba un anciano a las cámaras de un matinal televisivo, que lo habían atrapado en una esquina.

Quiera o no, la gente se acostumbra. Se diría que en la ciudad de Madrid el público ha aprendido a separarse, y se le ve en los andenes una habilidad automática de colocarse, ahora interiorizada o instintiva, como en los cardúmenes de peces y las bandadas de pájaros: sin dejar de leer el móvil o de mirar al vacío, apretándose cuando llega un tren y hay trajín de viajeros, y separándose en las esperas. No con dos metros entre sí, pero casi.