La capacidad de resistencia del ser humano apenas conoce límite. Uno de los episodios más conmovedores al respecto —adoro a los rusos, ese temperamento tan especial, la savia del ‘alma rusa’— fue el protagonizado por los habitantes de Leningrado desde el fatídico 16 de septiembre de 1941 en adelante, cuando las tropas nazis cercaron la ciudad y la mantuvieron sitiada durante casi tres años, una tragedia que se dio en llamar “los 900 días”. Aunque los aviones de la Luftwaffe la bombardeaban cada mañana, sin tregua, el arma mortífera, la más cruel, resultó ser el hambre. Los científicos alemanes, calculando concienzudamente las ratios de muertes por inanición, predijeron que la ciudad se extinguiría como una vela en apenas unas semanas.

Se equivocaron. Los petersburgueses les demostraron cuán errados andaban, pero a un precio terrible. Aguantaron hasta el 27 de enero de 1944.

La fase más atroz del bloqueo empezó a principios de 1942, cuando el sistema de distribución de provisiones se quebró y las raciones de pan se limitaron a 125 gramos diarios —una rebanada del tamaño de una pastilla de jabón—, unas hogazas amasadas con harina, serrín, celulosa y alpiste. Sin electricidad, agua potable ni calefacción, a temperaturas que alcanzaron los 40 grados bajo cero. Los casi tres millones de habitantes de Leningrado, entonces una ciudad vibrante y cultivada, se comieron los caballos, los gatos, los perros y los cuervos. Las gentes arrancaban el papel pintado de las paredes, hervían los lomos de los libros y los cinturones de cuero para conseguir, con la gelatina o el pegamento, una sopa infame que aromatizaban con hojas de laurel. Hitler se había obsesionado con asfixiar la cuna del bolchevismo.

Las emisiones de Radio Leningrado

Un millón y medio de personas murieron de frío, hambre y enfermedades sobrevenidas. Se desplomaban en las colas del racionamiento. Alguien intentaba llevar a un familiar fallecido hasta el cementerio, arrastrándolo en un trineo, pero, consumido por el sobreesfuerzo, abandonaba el cuerpo en mitad de la calle gélida, a merced de la intemperie. Sálvese quien pueda. Aparecieron bandas de gánsteres y caníbales, y no resultaba extraño encontrar en una esquina un cadáver con las nalgas rebanadas.

Radio Leningrado seguía funcionando gracias al generador de un barco atrapado en las aguas congeladas del Neva. En los huecos de la programación se emitía el sonido de un metrónomo para recordar que la ciudad aún seguía latiendo. Bum, bum, bum.

Llama la atención cuántos pobres diablos hambrientos consiguieron conservar la cordura escribiendo dietarios, el día a día de la desesperación, como el ‘Diario del sitio de Leningrado’, espléndido en su crudeza, de Lidiya Ginzburg. Como ella misma dijo, “el hombre utiliza sus heridas, su aflicción, incluso su vacío, convirtiéndolo todo en grano para moler”.

Shostakovich, a la luz de las velas

La maltratada cultura nos salva. A la luz de las velas, Dmitry Shostakovich empezó a componer la que iba a ser su ‘Sinfonía nº 7’ en el primer mes del asedio, hasta que Stalin ordenó evacuarlo. Poco después, tuvieron que arrojar la partitura concluida sobre la ciudad sitiada desde un helicóptero militar. Se hizo lo que se pudo, con músicos jubilados y atriles cojos; la calidad no fue extraordinaria, pero lo consiguieron: estrenar la pieza en la bombardeada Gran Sala de la Filarmónica el 9 de agosto de 1942, el mismo día que Hitler había planeado celebrar la victoria con un banquete en el Hotel Astoria.

La sinfonía se ha convertido en un símbolo del espíritu de resistencia. Escúchenla. También esto pasará.