D. H. Lawrence fue uno de esos amantes de la antigüedad, como así demuestra en Tumbas etruscas (Gatopardo), una crónica de sus viajes por Cerveteri, Tarquinia, Vulci y Volterra, ciudades clave del pueblo etrusco. En estas anotaciones y reflexiones uno lee que la muerte, para el etrusco, «era una agradable continuación de la vida, con joyas, vino y el son de las flautas que invitaban a la danza».

Los etruscos no entendían la muerte como un tormento, sus ritos se establecían en los términos de la vida. No me digan por qué, pero imagino a Esther Cidoncha ataviada con esas joyas, degustando un buen vino y bailando, aunque en este caso las flautas son trompetas y saxofones, son baterías y contrabajos, son las teclas negras y blancas de un piano, y la melodía que se escucha, ese sonido que todo lo atrapa, es jazz, puro jazz.

Como a tantos otros, la muerte de Esther me pilló totalmente desprevenido. La muerte, de normal, no se espera, aun siendo, como dijera Marc Bernard, «una vieja historia». El noviembre pasado la vi, cámara en mano, esa extensión de su cuerpo lista para captar momentos que el resto de los mortales somos incapaces de ver. Fue en el Bogui Jazz, en Madrid, ¡dónde si no! Sebastián Chames presentaba su último álbum, Pick up the phone, y con un Jack Daniel’s en la mano me dejé llevar, como siempre hago, por esa oscura luz que irradia el jazz, ese estilo que el legendario Sonny Rollins definía de la siguiente forma: «Esto no es pop, hijo, esto es jazz, es música de verdad, no hay emociones de contrachapado, las cosas suceden, la gente se hace daño, ríe y llora todo el rato». Ahora recuerdo ese concierto de forma agridulce, muy agridulce, quizá demasiado.

Siempre he creído que el jazz surge de una trascendencia momentánea, de un pensamiento. Por eso nos engancha, por su potencia, su garra y coraje, su ímpetu y carácter. Esther Cidoncha lo sabía muy bien y supo transmitir con su cámara esa «actitud ante la vida», actitud que ella misma personificaba, enérgica, vital.

No recuerdo exactamente cuándo empezó nuestra singular relación. Esta era de la cibernética tiene sus momentos curiosos. Mi pasión por el jazz y la fotografía me llevaron a ella, o algo así ocurrió, no estoy del todo seguro. La cuestión es que con el tiempo me hice seguidor de Esther y ella, aunque parezca extraño, se hizo seguidora de mis ingenuas reflexiones. Intercambiábamos pareceres sobre sus fotografías, sobre mis lecturas, sobre el arte. Recuerdo algunas de sus recomendaciones. Me decía: «¡No te olvides de ir a ver la exposición dedicada al genial fotógrafo Lewis Hine, en la Fundación Mapfre de Recoletos!»; o bien me narraba algunos de sus viajes: «Acabo de volver de Luz-St- Sauveur y de su festival Jazz à Luz. ¡Ha sido fantástico!». Creamos un vínculo especial que a día de hoy no sabría muy bien cómo definir; tampoco sé si es necesario definir tal cosa. Lo que sí sé es que lo que en un principio no eran más que breves comentarios y/o apreciaciones sobre su trabajo se tornó finalmente en una amistad.

Esther siempre se mostró dispuesta a ayudarme cuando así lo necesitaba. Algunas de sus fotos han aparecido en Cuadernos, suplemento cultural que coordino desde hace casi nueve años, gracias a su camaradería, y en más de una ocasión he sentido necesidad de hablar de ella y de su trabajo, pues hay pocos fotógrafos de jazz en España que sientan esa pasión. Yo conozco a Manolo Nebot y a Esther, quien en una de tantas me escribió para agradecerme ese gesto: «Es importante que hayan personas como tú que hablen sobre los fotógrafos de jazz, parece que no interesemos a nadie». De ese correo han pasado ya seis años, y parece que fue ayer.

Si algo aprecio y admiro de las personas es su inquietud, su afán por seguir explorando y aprendiendo. En este sentido, Esther Cidoncha mantenía siempre viva la llama del asombro, quería viajar y viajaba, se empapaba de todo cuanto podía, se fortalecía. Nunca dejó de declararme cuánto le gustaban mis elucubraciones, lo cual me producía un sonrojo tremendo, pues siempre me he considerado un don nadie. Pero ella me animaba, constantemente, y me preguntaba qué hacer en Berlín, qué lugares visitar, o bien me contaba que ya tenía listo un viaje a Nueva Orleans y lo ilusionada que estaba… Escenas sencillas pero que esconden misterios increíbles. Ahora lo sé.

No tuvimos ocasión de armar un reportaje amplio sobre su trayectoria. Hubo intención, sí, pero entre pitos y flautas fuimos dilatando el proyecto. Intenté enmendar este error cuando publicó ese librazo titulado When lights are low (La Fábrica) hace dos años. Le dediqué unas palabras, si bien no fueron tan reputadas como las de Antonio Muñoz Molina, quien dijo que Cidoncha sabe captar «agudamente en los músicos de jazz esa presencia imponente y sin arrogancia tan particular de ellos». Muñoz Molina dio en el clavo, claro. Si algo diferencia el trabajo de Esther de otros fotógrafos de jazz es precisamente su ojo exquisito para retratar a los músicos de una forma plácida y sosegada. «¡Eres estupendo!», me dijo una vez, cuando la estupenda era ella, es ella y lo seguirá siendo.