Hasta hace un par de días no estaba apenas nervioso con el play-off del Castellón y, aunque mi salud mental lo agradecía, me daba bastante rabia. No sé si es porque me he hecho viejo de repente, no sé si es porque lleva más de cuatro meses sin jugar, no sé si es porque todo es tan raro que parece irreal, o porque esta temporada la he vivido, después de quince años de escribir crónicas del equipo, a una distancia sana y prudencial, pero el caso es que dormía bien y no sentía ansiedad ni me desvelaba sudoroso por las noches imaginando cómo será. Aún ahora prolongo un extraño estado de paz: este año, cada vez que me acercaba a Castalia y veía las gradas llenas de albinegros recordaba todo el fuego que en Tercera hubo que atravesar, y solía pensar siempre igual: que terminara como terminara el partido, que dijera lo que dijera el resultado, ya habíamos ganado antes de empezar.

Quizá sea esa la razón por la que he encarado el play-off de la manera ligera que me explicaban antaño otros colegas, y yo no lograba captar. Siento el ascenso este año como una ilusión que invita a soñar y no como una necesidad que no te deja respirar. Es una estación del ánimo compatible con la exigencia y el deseo, por supuesto, de regresar al fútbol profesional en un momento crucial, pero ahora se puede descansar. Si perdemos en Málaga podremos relativizar: podría ser peor, pensaré, podría estar volviendo en coche desde Gavà, podría salir del campo de la Peña Sport rumiando la crónica de la desgracia de nunca acabar, que es lo que pienso normalmente cuando en la vida me ocurren cosas que pintan mal o regular. Y el sábado, en el minuto 80 de la final contra el Logroñés, cuando ya estemos nerviosos de verdad, recomiendo pensar en la agonía de Sant Andreu, en el último saque de banda aquel justo antes del final. Si sobrevivimos a todo aquello, y lo hicimos más fuertes y crecimos, no hay nada que ahora no podamos soportar y superar.

Los ascensos suelen ser como los amores de verano. Hay muchos, pero el primero siempre será el primero. También puede pasar que luego tengas más y no sepas bien con cual quedar. Mi primer ascenso fue el de 1989, pero era demasiado niño y asoma entre la niebla como una epifanía preescolar. El ascenso que perseguí como hincha fue el de 2005, tras más de una década pensando ingenuamente que estar en Segunda B era lo peor que nos podía pasar. El más cercano, el de 2018, después de todo lo que se aguantó, se convirtió en obsesión colectiva y personal, y se crearon tantos vínculos y se gestó algo tan singular y bonito que siempre será especial. Ahí germinó el músculo que ahora empuja al club, que estira su estado de gracia social. Ahí llegó la generación que convirtió el Castellón en una cuestión de sentimiento de pertenencia, que al alistarse no reparó en la categoría, la más baja entonces de su historia, que batió todos los récords cuando estar a un solo partido de Segunda era una auténtica quimera. Aquellos que cambiaron el relato son ahora los que alzan la bandera, y los demás miramos y seguimos la estela: que el de 2020 sea el ascenso de sus vidas porque también será de la nuestra. Ojalá.