En los tres últimos clásicos del Camp Nou, el Barça marcó al Madrid a balón parado. Hace dos años fue Mathieu, la temporada anterior Piqué y Luis Suárez alargó la moderna tradición. Pero hay una tradición más antigua, universal: la capacidad de supervivencia del Madrid en la agonía. Ningún equipo sabe luchar tanto ni aprovechar el guiño de la suerte que le devuelve la respiración mientras yace moribundo.

Al Madrid le rescató de nuevo Sergio Ramos en el último minuto, para frustrar al Barça cuando llevaba poco rato acariciando el triunfo. Mucho más cerca están los viejos rivales de lo que indican los seis puntos de diferencia, aunque en el césped intercambiaron los papeles: tocó más el Madrid, vio más tarjetas el Barça y Ramos se encargó de blanquear un poco más el campeonato.

EL CULPABLE Y EL INOCENTE / El Barça empezó a jugar tras el gol, como si verse por delante fuera la válvula que soltara la alegría que siempre caracterizó al equipo La entrada de Iniesta recuperó el gusto por jugar sin prisas, pero cuando el equipo se reencontraba consigo mismo se recobró también con uno de sus reprochados defectos: la falta de fiereza defensiva. La derribó Ramos.

Anduvo blando Varane, a quien le colgaba la etiqueta de culpable hasta entonces en la falta que aprovechó Suárez y anduvo inocente Mascherano en el lanzamiento blanco. La furia del central andaluz bendijo las malas decisiones de Zidane y castigó las de Luis Enrique. Los entrenadores se liaron a cambios y ninguno logró su propósito.

Zidane cantó victoria porque no tenía nada entre las manos y el empate fue un premio a su buen planteamiento, noble, entusiasmante para los blancos después de la miseria de Mourinho. Forzó al Barça a que construyera el juego Mascherano en el primer tiempo y supo cerrar todas las líneas de pase azulgranas en una vigilancia casi individual. También hubo una inquietante falta de soluciones de Luis Enrique para evitar la tendencia de un equipo de ocho jugadores que juega para tres, que solo se preocupa de conducir el balón hacia los delanteros. Sobre todo, si falta Iniesta.

El Barça fue muchos ratos como un equipo de futbolín, con los jugadores repartidos en tres barras, sin jugar entre líneas, sin pases. De arriba abajo corren los centrocampistas, transmisores del balón. La pelota va del congelador al microondas, sin pasar por las manos (pies) de ningún cocinero, y pocas veces llega con la cocción ideal. Prisas y verticalidad distinguen al Barça sin Iniesta, último vestigio de lo que fue y que intenta copiar el Madrid, según se vio en el césped.

Zidane quiso quedarse el centro del campo y colocó cuatro peloteros que ya quisiera para sí el Barça. Lucas Vázquez percutió por la banda derecha y Kovacic reforzó la izquierda para cerrar espacios de recepción de Messi, Modric dirigió la orquesta de mediocentro, feliz sin ninguna presión, e Isco fue la conexión con los dos delanteros. Benzema y Cristiano eran como el tridente: se quedaron arriba descolgados esperando el balón. En esa tesitura, el Madrid jugaba con nueve y el Barça, con ocho. En la desesperación, atacó con los nueve en busca de otro milagro. El Barça le había dejado con un hilillo de vida, pero quien no se distrajo fue el más espabilado. Quiso más el balón el Madrid. Eso sí fue una derrota para el Barça. Pero tampoco el campeón está muerto.