El día en que justo se cumplía el 33 aniversario de la inexplicable derrota del Barcelona en la final de la Copa de Europa de Sevilla, frente al Steaua, el infierno volvió a abrirse bajo los pies del equipo azulgrana. Ocurrió en Anfield, escenario de leyenda, convertido en una ardiente caldera en la que los de Valverde se achicharraron a manos de un Liverpool espléndido, protagonista de una de las mayores gestas vividas recientemente en una eliminatoria de la Champions. Para el Barça, una pesadilla más dolorosa incluso que la vivida el año pasado en Roma, por cuanto la existencia de aquel siniestro precedente parecía hacer imposible que algo similar pudiera suceder. Pero sucedió.

Un equipo disminuido por las bajas de algunos de sus hombres más importantes (Salah, Firmino, Keita...) y obligado a jugar tres partidos decisivos en apenas seis días redujo a la nada a un Barça que venía de tomarse una semana de descanso y que tenía el enorme privilegio de poder administrar una ventaja de tres goles. El Liverpool no solo estuvo a la altura del reto que su carismático técnico, Jürgen Klopp, lanzó en la víspera («si no podemos clasificarnos, le daremos un bello final a nuestra aventura en la Champions») sino que hizo bastante más: se clasificó. El Barça, aturdido por el empuje red y la presión, se fue a la lona con una facilidad sorprendente. La mandíbula de cristal, otra vez.

Con el viento de una grada tronante en las velas, el equipo rojo se lanzó desde el primer minuto a un ataque tan desesperado como hermoso que recogió su primer fruto cuando en el minuto 7 Mané aprovechó una mala entrega de Alba para impulsar la jugada que desembocaría en el gol de Origi.

Cundió el pánico en las filas azulgranas y el Liverpool puso el partido en la centrifugadora aprovechando el dinamismo de una banda izquierda formada por Robertson, Milner y Mané, una autopista con más peligro que la ruta Ho Chi Minh en 1968, todo explosiones, emboscadas y ruido. Fue en esos momentos cuando Vidal empezó a erigirse en el futbolista más importante del equipo de Valverde, lo que siempre es inquietante. El chileno sostuvo al Barça con sus bloqueos, recuperaciones y brega y permitió que, pasado el infierno del primer cuarto, Messi empezara a encontrar el camino a la portería de Alisson. Sin resultados.

El drama se hizo tragedia en la segunda parte. En solo tres minutos, los que fueron del 52 al 55, el belga Wijnaldum, que había salido desde el banquillo en el descanso, le dio la vuelta a la eliminatoria con dos goles que retrataron a la defensa barcelonista (y en particular, de nuevo, a Jordi Alba). Y aún más ridículo fue lo del cuarto, en el minuto 78, cuando el Liverpool se apresuró en un lanzamiento de esquina y pilló completamente en babia a la zaga azulgrana, que ni siquiera se enteró de cómo Origi disparaba a la red. De ahí al final, fue un quiero y no puedo de los visitantes, con Valverde dando entrada a Arthur para hacerse con el control del juego (tal vez demasiado tarde) y el Liverpool cerrando todos los pasillos y apurando los minutos mientras la Champions se le iba a los azulgranas.

COSTELLO Y ALISSON / La tentación de rematar el relato de un partido del Barça en Liverpool con la mención al título de alguna canción de los Beatles (The end, I’m a loser, Misery...) resulta demasiado evidente y también algo tramposa, porque en realidad ninguno de los Fab Four fue nunca un seguidor del equipo red. Hay que buscar una alternativa: Elvis Costello. El miope músico londinense sí es un supporter declarado del Liverpool. En el museo del club —donde, por cierto, no hay ni rastro de los Beatles— se exhibe una copia dedicada y autografiada del primer elepé de Costello, My aim is true, publicado en 1977, el año en el que el Liverpool conquistó su primera Copa de Europa. En ese disco figura una canción, Alison, ideal para homenajear al portero brasileño del mismo nombre, espléndido ayer. Y también otra llamada Less than zero (menos que cero). Certero retrato del Barça en Anfield.