jdelaossa@epmediterraneo.com

@jfdelaossa

Una fase de ascenso, con las características de la de Tercera a Segunda B (con muchas ciudades y capitales de provincia, pero también con esos equipos de pueblo con sueños de grandeza), es una fiesta. Las mariposas en el estómago revolotean más fuerte que nunca: ora se está eufórico y, al minuto siguiente, se cae en el pesimismo, pero siempre con ese punto de orgullo que acompaña la meritoria clasificación. Por eso se hacen campañas, se crean lemas, se moviliza la gente. En el deporte, solo unos poquísimos privilegiados ganan títulos, así que un ascenso, tratándose del fútbol modesto, es lo máximo que aficionados y jugadores pueden celebrar. La sensación es de estar ante un momento grande, trascendental. No es el caso del CD Castellón.

A expensas de la resolución de la primera eliminatoria (de las tres que le esperarían, abierta pese al bajón del 0-0 en Castalia) para despedirse de esta pesadilla que ya dura, en su tramo más tenebroso, seis interminables años, el domingo que viene en las Baleares, el Castellón parece ajeno. Como si diera igual. Jamás he visto a un equipo que se jugase un ascenso en estas condiciones. Sí, había unos 5.000 aficionados frente al Poblense, pero no ese ambiente acorde a un escenario como este. No encontrarán aquí culpables, pero han conseguido que incluso yo no tenga esa tensión inherente a un play-off.

EL CÁLCULO CERRADO / Para muchos, un hipotético regreso a Segunda B llevará consigo la permanencia de David Cruz y que prolongar la agonía en Tercera División precipitará su marcha, cuando el presidente y consejero delegado a sueldo ya está planificando una próxima temporada. Incluso sondea trasladar al equipo, si el Ayuntamiento se muestra valiente (y consecuente) de una vez por todas y le cierra Castalia. Como si fuese ya un cálculo cerrado de probabilidades que ya no admitiese más variables más que las ya expuestas.

Esa corriente ha originado, en demasiadas ocasiones, un sentimiento de culpabilidad por hacer lo que más les gusta, animar a su equipo, como si estuviesen haciendo algo mal, como si ponerse la bufanda y pagar una entrada (a precio casi de una final de Champions) conlleva un apoyo a Cruz. Yo, por ejemplo, no soy creyente, aunque jamás se me ocurriría criticar a los que van a misa; no se me ocurriría echarles en cara nada, ni mucho menos les diría que son cómplices de nada.

La papeleta del vestuario también es de aúpa. A los jugadores se les ha pedido que huyesen, que hicieran huelga, que no ganasen partidos… Al final, han defendido sus propios intereses, que es lo lógico. Pocos se han puesto en su piel. Si nuestras propias empresas nos tratasen igual de mal (sin darnos los medios para desarrollar nuestro trabajo, sin cobrar durante meses…), también buscaríamos soluciones. Lo han hecho, denunciando masivamente a AFE. Y siendo más profesionales que nadie. Nada que reprocharles -ni a los que han acabado la temporada, ni a los que echaron antes-, independientemente del desenlace de la promoción. Lo único que les afeo es no haber contado toda la verdad sobre sus acuerdos con Cruz, pero han tenido que aguantar mucho.

Habrá que hacer caso a los que vienen de fuera y terminan achacándolo a un fenómeno sociológico al que, de hecho, ya le hemos puesto nombre. Es el meninfotisme valencià, en su variante castellonera, que es más masoquista y despiadada.