Hace décadas que el fútbol falleció en Italia como espectáculo. La Serie A es un torneo trufado de temores, resultadista y dominado por el pánico al riesgo. Dirigentes enfermos de importancia con Berlusconi a la cabeza gastaron fortunas para ofrecer un producto en el que la pelota es un mal necesario. Se corre mucho y no se juega nada; hay un prepara-dor físico para la pierna derecha y otro para la izquierda. Importa ganar o no perder; no importa que el camino elegido sea un fútbol enmohecido que vació los estadios.

Y culpa tienen unos técnicos adictos a la apariencia de los trajes de Armani y zapatos de Ferragamo, defensores de un estilo troglodítico y cavernario. Lo que ellos llaman equilibrio no es más un antídoto contra la lujuria y el espectáculo. Por suerte, en medio de las ruinas, ha nacido una flor llamada Nápoles, un equipo que trata bien su herramienta de trabajo bajo la dirección de Maurizio Sarri, un modesto entrenador que escapa de los signos de opulencia enfundado en un chándal con pinta de haber salido del outlet de Carrefour y cuya fresca propuesta es contranatural entre la mugre que campa por el calcio. H